DAVID TOVILLA/HÉCTOR CORTÉS
Carlos Monsiváis es, sin duda, ubicuo, múltiple. No se puede explicar de otra manera su presencia en todas partes y su conocimiento enciclopédico sobre las más disímbolas cuestiones del arte y la sociedad. Participa lo mismo en películas con guionistas y directores de reconocida calidad artística que en Lola, la trailera; graba una canción con La maldita vecindad y los hijos del quinto patio y participa en el encuentro organizado por la revista Vuelta; es amigo de Juan Gabriel y de Carlos Fuentes; en su columna Por mi madre bohemios de La Jornada ironiza las (serias) declaraciones de funcionarios públicos y, en Amor perdido, uno de sus varios libros, analiza con rigor exento de burla, la personalidad e influencia social de Raúl Velasco, José Alfredo Jiménez y otros no tocados antes por los analistas “serios”.
Monsiváis rompe los arquetipos de solemnidad propios de la mayoría de intelectuales, con el beneplácito de sus seguidores. Es un funámbulo al que todo mundo le sostiene la cuerda para que transite alegremente de la irreverencia y el humor negro al análisis riguroso. Su inteligencia, versatilidad y erudición son proverbiales…
—Fuera de su generación ¿Qué literatura le parece más importante?
—No me puedo olvidar de mi generación porque creo que gran parte de la literatura importante proviene de allí. Pienso en Sergio Pitol, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Fernando del Paso. Las dos mejores novelas recientes: Tinísima (Poniatowska) y Noticias del imperio (del Paso) son de personas de la generación de los treinta.
Un poco antes está Carlos Fuentes, quien recién ha publicado una obra muy sólida: La campaña. De las generaciones posteriores hay un movimiento muy notable en poesía, están: Ricardo Castillo, Jorge Esquinca, Kira Galván, Silvia Tomasa Rivera, Rafael Torres Sánchez, Fabio Morábito, Aurelio Asciain. La lista puede extenderse. En cuanto a narradores hay una eclosión que todavía impide discernir, pero sobresalen: Juan Villoro, Fabio Morábito con una prosa muy cuidada, Ángeles Masttreta con su excelente novela Arráncame la vida. No diré que es un momento óptimo porque siempre existe la pregunta ¿Dónde está el “Rulfo”? Pero es un buen momento, de recapitulación; hay un conocimiento de la historia literaria como nunca había existido, y de resistencia al desvanecimiento del mercado de la lectura.
—¿Qué aportan a la literatura nacional los escritores jóvenes?
— Una visión diferente, basada en una sensibilidad a contrapelo del machismo. Es un enriquecimiento cultural, una diversificación en cuanto a temática y óptica literaria. Es una legión de lectores nuevos.
—Paralela a la disminución de la venta de libros…
—Que es muy cuantiosa. En los años ochentas el promedio de volúmenes por edición era de cuatro mil; en este momento estamos en mil quinientos. Es un hecho real. Uno puede hablar de los tirajes de Laura Esquivel, Ángeles Masttreta, Guadalupe Loaeza y José Agustín, pero son excepciones, el promedio ha disminuido.
— La práctica demuestra que la cultura no es un negocio y la escritura mucho menos…
—Nunca lo ha sido. En este caso nos atenemos a la tradición. Los escritores siempre viven de otra actividad. En la actualidad, Laura Esquivel puede darse el lujo de vivir para escribir: las ventas de su novela, los derechos al cine norteamericano, la pronta conversión en telenovela, todo eso habla de una abundancia antes desconocida. Carlos Fuentes y Octavio Paz pueden vivir de escribir. Todos los demás debemos someternos a tareas complementarias que pueden o no ser las que queremos, pero no tenemos opción. A mí me entusiasma el periodismo, pero aún si no me entusiasmara no podría hacerlo a un lado porque dependo, como modo de vida, de esa escritura complementaria con todos los riesgos que supone. El mayor riesgo sería no tener ese modo de vida.
—Las regalías son pocas y seguramente se agravan con la reducción de los tirajes. ¿A qué atribuye este hecho?
—A un empobrecimiento de la sociedad auspiciado por la indiferencia del gobierno y la falta de imaginación de la propia sociedad. La lectura pudo resistir la competencia de la televisión, pero está funcionando muy mal ante la competencia del videocasete. Cada fin de semana se llevan cinco o seis videocasetes a su casa para, prácticamente, extinguir la lectura que ya empezaba a ser en muchos hogares un recurso de la imaginación. Esto es un fenómeno internacional, más acusado en lugares donde no había una cultura libresca. Al parecer la imaginación se nutre de la falta de imaginación de la producción norteamericana.
—¿El debilitamiento del mercado editorial explica la proliferación de revistas y suplementos culturales?
—No creo, esto obedece a la necesidad de injertar lo cultural dentro del campo de la vida cotidiana y la vida social. Es un proceso que ya lleva tiempo de darse. En primer lugar, sucede que la explosión demográfica de la enseñanza superior ha traído consigo inquietudes literarias en número antes inexplorados e inconcebibles. Es evidente que la cultura ya es un hecho de la vida cotidiana, no sé en qué nivel, pero lo es; están las muestras de cine, el reconocimiento a los escritores —no a su obra, pero sí a su figura—, la explosión de las artes plásticas, el nuevo interés por la ópera, la vida del teatro que pese a todo siegue siendo numéricamente abrumadora. Todo ello habla de un estatus de la cultura en el horizonte social.
En segundo término, cada generación piensa que su voz distintiva la alcanza con una revista y que esa singularidad tonal requiere de una publicación donde sean ellos quienes digan cuál es su visión del mundo.
En tercer orden, está el hecho de que los periódicos han visto que la cultura es un signo de los tiempos, no su consumo inteligente, racional y crítico, sino su mera existencia dilapidada y con frecuencia burocrática.
En cuarto lugar, está el reconocimiento de los gobiernos que en el fondo es un reconocimiento a la burocracia, pero que quiere hacerse pasar por un entusiasmo por la cultura.
Y, en quinto lugar, el país se ha internacionalizado y en ese ámbito la cultura es un valor de uso.
—En revistas y en los principales suplementos culturales de circulación nacional hay una tendencia al manejo del erotismo. Dice Arturo Arredondeo que, pareciera, los escritores se acordaron que tenían sexo. ¿Cuál es su opinión?
—Es una respuesta natural a la censura, a todos los siglos que el Estado, la Iglesia y la sociedad hicieron olvidar a los escritores la existencia de su sexo. Qué bueno que haya esa pequeña revancha temática.
—¿Hasta dónde cree que puede permitirse?
—Las libertades no se permiten, se ejercen. La idea de permitir libertades es ya una enunciación de la censura.
—Suelen darse ideas “pudorosas” en la sociedad…
—Con no leer esas publicaciones, han cumplido su tarea de censura. Es problema de ellos. Ya no podemos ceder a la censura, hacerlo es renunciar a la modernidad, a la creatividad y a la imaginación.
—¿Cree que un porcentaje mayor de la sociedad está a favor de erradicar la censura al sexo?
—Conceptualmente, si el término puede aplicarse, no sé. Con probabilidad, como respuesta a una pregunta, muchos tienen que armarse de la mentalidad de padres de familia; en la práctica la inmensa mayoría está por la no censura. La censura es la reminiscencia de un tiempo en que uno le pedía permiso a su pensamiento para desear a la vecina, eso ya no tiene caso, es ridículo y obsceno. La única noción de obscenidad que me queda ahora es la censura.
—La “revancha” temática que menciona corresponde a un avance a las libertades democráticas?
—México todavía es un país gobernado muy autoritariamente. Está viviendo un proceso de democratización extraordinario que va mucho más allá de los partidos, del gobierno y las instituciones profesionalmente dedicadas a condenar la vida moral hablando en su nombre.
Creo que en los últimos treinta años ha habido una verdadera revolución del comportamiento. Acordarme de mi vida universitaria, que no era represiva pero todavía aherrojada por los conceptos del respeto, las distancia y la formalidad, y compararla con lo que existe ahora es reconocer un cambio positivo.
Hay una conducta más natural, una espontaneidad del trato. No existen reverencias forzadas. En los ámbitos familiares la relación es más relajada y un pater familia como Fernando Soler en La oveja negra es irreproducible, a menos que se trate de una familia del bajío que persigue a balazos los condones.
Fuera de eso creo que estamos viviendo una democratización creciente, inevitable, que implica la liberación del lenguaje, la supresión de zonas tabúes. Cuesta trabajo, sonroja, llama al pudor recordar las épocas en que alguien pensaba que decir “chingada” era afrentar moralmente a la sociedad. Lo mismo sucede con la literatura. Uno encuentra novelas de la Revolución donde el revolucionario grita “¡Viva México hijos de la guayaba!”, es un eufemismo que reverencia a la censura. No digo que en la actualidad la plétora de palabras antes calificadas de “malas” u “obscenas” sean en sí mismas una conquista; es un ejercicio de cada quien hacer el uso creativo o rutinario que le sea posible, lo que no puede concebirse es la idea de un lenguaje tan encarcelado, un habla tan castigada y una literatura que satisficiera la mentalidad de un niño de dos años —porque ese era el argumento— aun cuando el pequeño no supiera leer.
—Usted se ha referido a la desaparición del concepto de provincia, a la eliminación de polaridades. ¿Podría explicarlo?
—Por un lado, a través de la uniformización, un proceso muy vigoroso; por otro, con una comprensión crítica. En estos momentos, para un joven la idea de ser provinciano le resulta no sólo incómoda sino estúpida. La idea de atenerse al nacionalismo como nicho cultural es degradante y ser sólo internacional, le resulta inexplicable, porque uno está nacionalmente determinado. Todo esto ha creado un espacio de encuentro entre lo que parecía irreconciliable, hoy lo único con esa característica se da entre censura y libertad de expresión, es binomio si se mantiene. Por fortuna, creo que la libertad de expresión va ganando en todos los casos.
—Ese avance para la expresión ¿explica lo taquillero de películas como La tarea, que incluso fue vista por familias?
—Hay mucho de nostalgia. La noción de sexo seguro, resultado de la tragedia del SIDA, ha reducido mucho los espacios de lo erótico en la medida que la precaución es una fiscalía al momento del acto sexual. El sexo abundante, la orgía plena son asuntos más de la memoria que de la realidad. La pornografía acabará siendo problema de telépatas en la medida que el sexo seguro se ha interpuesto entre todas nuestras nociones de lo erótico, sexual y pornográfico. Además, debe tomarse en cuenta la difusión sexológica que ha habido en los últimos cincuenta años y el modo natural con que entendemos la maquinaria de nuestro cuerpo. No como lo puede entender PROVIDA, quien piensa que son ciudadelas castigadas por velos y túnicas; la manera que vemos con detalle el funcionamiento corporal, también se interpone. No sólo es el sexo seguro sino el conocimiento más detallado de mecanismos del instinto, de formulaciones de la fisiología. Uno ve un libro como Sex de Madonna y no se explica a quién pueda escandalizar, salvo a retrasados mentales que viven para escandalizarse de lo que no pueden gozar; materiales como ese son más que todo una escenificación del sexo, ya no hay una pasión, quiere dársele al sexo el tono interpretativo, gestual, escénico que habla de otra etapa de la comprensión. Este es el tercer tomo que no llegó a escribir Michael Foucault.
—Usted participa con un ensayo en el libro El nuevo arte de amar en México, de Cal y Arena. ¿Puede hablase de un “nuevo” arte de amar?
—Supongo que sí. No fue lo que yo traté, más bien hice un recuento histórico. Tengo que especular porque de niño le prometí a San Sebastián la castidad, entonces desde los siete años me he atenido a eso y todo mi conocimiento al respecto es libresco. Yo no puedo traicionar una manda, me sentiría muy mal; entonces, el mundo de la castidad es lo único que he conocido, por tanto, hablo desde la intuición. Veo que poco a poco, pero con rapidez —lo cual no es contradictorio— , se han modificado muchas de las costumbres de la relación entre parejas. Creo que ese es el nuevo arte de amar: la democratización del trato.
—Siempre que se habla de sexualidad emergen la religión y la censura…
—Bueno, es que tenemos entre nosotros a San Pablo como Dios con toda su condena de lo fornicatorio. Condena que se ha extendido hasta nuestros días. No es que queramos necesariamente traer el confesionario a cuestas, pero una religión tan prohibitiva y un hombre como San Pablo que fue capaz de decir “la paga del pecado es muerte” o “mejor casarse que quemarse” da idea hasta qué punto es imposible evitar la religión en cualquier referencia al sexo. No digo que la religión sea enemiga del sexo, el modo en que se ha interpretado la visión religiosa del sexo se ha vuelto, sobre todo ahora, la prisión a la que se quiere llegar en una sociedad que ya no la consiente en lo absoluto.
*Publicada en Sinapsis, creación y mundo. No. 6. Julio de 1993.
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