Primera crónica de la Fiesta Grande de Chiapa de Corzo


DAVID SANTIAGO TOVILLA

DIARIO POPULAR ES!

Para Claudia C, indudablemente...

I

El poeta Joaquín Vásquez Aguilar está hasta en lo no maginado. Ya no alcanzó la plenitud de enero. Pero dejó patrimonio literario. El viernes, en la noche, su cuerpo inerme dejó la capital chiapaneca. El sábado, palabras suyas abren una invitación. No cualquiera. Es de la más importante festividad de la entidad, durante este mes. No es la fiesta de Chiapa de Corzo. Es la Fiesta Grande: “Feria de enero de Chiapa de Corzo/ a tus santos patronos yo te nombro. / El Señor de Esquipulas, San Antonio Abad, / San Sebastián herido, Domingo de Guzmán. / Y luego el día 21, la noche sin igual;/ ¡la multicolor pólvora del Combate Naval!”. Estos detalles también son un homenaje. Aunque él no le haya visto.

 

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Enero en Chiapa de Corzo. Oía 15. El primero de una orgía colectiva. Una inauguración popular. Esperada. Vivida. El llamado natural. Definido por Alberto Vargas como: Honor, gloria y tradición. Aquí donde prevalecen ciertas reverencias. Se enuncia, la dedicatoria a los patronos: el Señor de Esquipulas, San Antonio Abad y San Sebastián Mártir.

 

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El escenario no sólo son las abundantes casas entejadas. Afuera está la guerra. Cinco camiones llenos de soldados resguardan el puente sobre el Grijalva. Otros menos revisan los autos particulares. No reparan en los de transporte colectivo. Estos lentos de andar. De paradas que prolongan por más de media hora la distancia entre Tuxtla y Chiapa. Atravesar la curva tradicional. Encontrar las hileras de pequeñas banderolas. Son los mismos colores. Elianne Cassorla dice que Chiapas es así. Rosa. Azul. Blanco. sí; pero no el papel de china. Es plástico, más duradero. menos original. Aunque conserve formas y horadaciones.

 

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En otros años, sólo los cohetes surcan el cielo a propulsión. Ahora, ellos suben dejando su estela blanca, el estallido y el halo final. A más altura, los bombarderos que todavía sobrevuelan Chiapas. Pero el tronar casero, el acostumbrado, establece la pauta para el inicio del rito anual. ¿Quién hace caso a prohibiciones circunstanciales?

 

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El ritmo es progresivo. Denota la voluntad, el deseo de pertenencia. La identidad endógena esperada. El espectáculo exógeno buscado. Monteras que suben y bajan. Cabezas de lxtle. El rostro tallado en madera, entre sonriente y admirado; o el de rasgos endurecidos del patrón. Distinguido por el fuete para ordenar, por la guitarra que tocará el último día. Eso después. Hoy, bailan. Aumenta el número de parachicos. Crece el estruendo de infinidad de esferillas golpeadas entre sí dentro del estilizado objeto de lámina. Arriba, abajo; viceversa. Se mueven los chinchines, con ellos los listones. Efectivamente, Chiapas y Chiapa son de colores. Por eso la rigurosidad para el traje. También hay elegancia. Estética. Los danzantes no llevan camisas de mangas cortas. Es larga y el color apropiado es negro. Los gestos son clásicos. Pero al ver la entrega de la parachicada parece ser siempre la primera vez. Es estremecedor. Aún para quienes les une la inexpresividad, pero son capaces de confesiones sinceras, de actos espontáneos, gentiles.

 

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En momentos, el sonido provoca un leve ensordecimiento. Es agradable. Se siente la necesidad de estar cerca. En medio. Allí, junto a los parachicos, en su primer día. En el que la mayoría son hombres. En el que escasas jóvenes, de las atractivas chiapacorceñas, lucen el tradicional traje femenino chiapaneco. Cuando sólo algunas muchachas lanzan delatadoras ruedecillas de confeti. Tras del grupo festivo va quedando un imperfecto tapiz multicolor. Con las mujeres, otra vez el negro. Sobre sus vestidos, los bordados de predominancia amarilla. Dicen que el 20, el día grande, es cuando podrá verse donde se quiere ver.

 

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La música es importante. Dos jóvenes son toda el alma del baile. Uno toca la flauta, con una mano. Suena fuerte. Se escucha a pesar de los chinchinazos. Otro toca el tamborcillo. Unas cuadras como únicos músicos. Después confundidos con la banda que llega acompañada de otro grupo. Es la unión con quie­nes llevan las banderas. Una por cada barrio. Pero es acompañamiento. Nada resta fuerza a la presencia de los parachicos. Que motivan y protegen a la anciana que, sin traje y chinchín en mano, baila efusivamente. Es el espíritu chiapacorceño. Así pueden pasarse las horas. Nada aburre. Todo envuelve. Danzantes, ritmo, música, colores y mujeres.

 

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Se inicia la fiesta. no cualquiera. En enero, sólo en Chiapa de Corzo.

 

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En Tuxtla, mientras, otro es el asunto. Hoy, domingo, por la tarde. Concentración por la paz y los derechos humanos. Con una bandera o flor blanca. Para poder asistir a festividades mejores. Después de conseguir una paz con soluciones integrales.

 


II

 

Llegó el ejército... de parachicos. Estos van en la columna con convicción, por gusto. Como buen ejército popular, de todas las edades, tamaños, tallas. Una larga columna flanqueada por civiles a los lados. Las calles resultan estrechas al paso del conjunto. Avasallan. Hay que sortear a los chinchines, cuyo movimiento roza el rostro o la sien. Avanzan lenta pero vigorosamente. El vigor, el orgullo individual ahora enaltecido en el grupo. Todos quieren ser parachicos. Cabe la paráfrasis... Aquí todos son parachicos hasta que no se demuestre lo contrario. Enero es el clímax de una fiesta prolongada por meses. En cada santo, en cada barrio, consecutivamente. Siempre en ámbito colectivo.

 

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El programa hablaba de una temprana visita al panteón. A visitar a los comandantes -aquí llamados patrones- muertos. Sólo dos en generaciones. Todos saben es hasta la tarde. Así ha sido. Así será. Aunque, en otro sentido. Chiapas deba ser otro después de este mes. A las diez de la mañana todavía es el pueblo acostumbrado. Se vende pepita con tasajo. Media, orden entera, o, al gusto. Platillo para comerse sin utensilios. No sería raro que de Chiapa hubiera surgido el chiste que finaliza: Chingue a su madre quien no se coma su cuchara (de tortilla). Este es un aspecto imprescindible para vivir la festividad. No consumirlo es no ingresar completamente al rito. Es, entre días, una de las comidas de los danzantes enmascarados. Los que ocultan la identidad personal para trasladarla a un pueblo.

 

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Las iglesias sedes no reflejan esa vitalidad. Permanecen igual. Sin arreglos mayores. Sin la ostentación natural de donde permanecen los santos patronos. El templo de Santo Domingo y la iglesia de San Jacinto están casi desolados. En esta última, el sacristán prepara una enramada. No hay bancas. Está vacío. No debe ser muy visitado fuera del día para su santo. "Vinieron a la fiesta·. dice el lugareño. Para comentar después los símbolos de una cruz más grande que él. La procesión de Cristo al calvario, los elementos que se observó en ella. El gallo que cantó tres veces, la escalera en que subió, los clavos y la corona puestos, el paño con que fue limpiado, la esponja que le envinagró la boca, los dados jugados por los soldados. Detalles pintados en la madera. iconicidad arraigada.

 

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El aroma destaca en los santuarios particulares. Es la abundancia de flores: blancas, rojas, amarillas. El olor húmedo se conjuga con el de las frutas: plátanos, cocos, piñas, sandías, melones. No falta la rosca de pan o bien glaseada. Todas cuelgan en lo alto. Enramadas o encaramadas. Seguras. Decorativas. Aromáticas. Llamativas. Ambiente del Santo Antonio, cuya imagen autenticidad se disputa en tres lugares. A los cuales no discriminan los parachicos. A todos irán en estos días. No vaya a ser.


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Hay cosas nuevas para el mundo, no para ellos. Este día son más. Los días transcurren, quitan la desidia. Hay mejores condiciones. Son mucho más. Se puede observar más particularidades. El primer día todos los chinchines fueron de lámina sin pintar. Hoy destacan algunos decorados cual jícaras tradicionales. Con fondos blanco, negro o verde. La ortodoxia de la tradición, su hibridación, o la voluntad de reivindicar el ser. Desde luego, el chiapacorceño.

 

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La cámara registra lo que a partir de este año será sitio de visita. La cruz atrial o cruz

del perdón. Por un lado, no aparentando el tiempo que dicen tiene; por el otro certificándolo. Madera tallada. Hoy curada. Con serpentinas esculpidas. Situada en lo que fue campo deportivo. Apenas reinstalada y todavía en construcción su base. Desapareció durante un tiempo. La historia todavía no es tan conocida. Lo será, de seguro, antes que termine la fiesta de enero. Por ahora debe esperarse a una persona.

 

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En el cielo continúan los aviones, avisa Claudia. Es verídica la afirmación de la literatura bíblica. Son distintos el cielo y la tierra. Allá cruzan los bombarderos. Aquí el aire revolotea el confeti. Los convierte en impresionantes torbellinos. En parte de lo que se lanza. Una frase para plagiarse: “Aquí, de arriba, caen dulces como en otros lugares caen balazos”.

 

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Chiapa de Corzo afirma su esencia. Refrenda el carácter legendario implícito en su nombre. Largamente cultivado sin esfuerzo, con mucha espontaneidad. Por eso los tolecillos adornan las calles, pendientes de las hileras. Por eso los parachicos bailan los sones chiapanecos con la marimba Socton Nandalumi. Por eso uno no quiere irse.

 

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Aunque uno no encuentre el erotismo.

 


III

 

El 20 de enero es el día grande. No es un dicho, enunciación o mera fama. Es cuando lo chiapacorceño parece tornarse en una descripción del realismo mágico. Donde no falta qué observar. Cuando se multiplican los resquicios únicos· de una arraigada cultura popular.

 

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Ya no sólo es el sonido. La vistosidad. Todo ha crecido. Magnificado. Aumentado cuantitativamente. La tradición no reside en un lugar. en un sitio de la ciudad colonial. En cada calle, extendida a los barrios, la presencia del parachico, ese bailarín famosísimo de manos levantadas, una con chichín, otra libre para el movimiento de los dedos, cubierto con la especie dé sarape colorido, oculto bajo la máscara que cubre agitación, sudor, estados de ánimo; de las chiapanecas principalmente jóvenes, muchachas, a quienes la indumentaria hace lucir radiantes, con el traje de por sí soberbio que en erguidas mujeres se carga de vitalidad. Es 20. Las chiapacorceñas salen por decenas. Exhiben su belleza. Explotan el erotismo de las perfectas trenzas que bajan hasta el escote que deja ver tersas espaldas. Es 20, en Chiapa de Corzo.

 

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La niña de brazos se viste también de chiapaneca. Su madre, le alimenta. Ella succiona el pecho no cubierto. ¿Qué ingiere? ¿Sólo el líquido irremplazable? ¿Acaso la savia que nutre por generaciones la esencia de este pueblo?

 

La deseada representación del baile del parachico se queda en eso. Deseo. Porque, en la Chiapa de los indios, la carga de la danza tiene otras dimensiones. Tiene especiales vertientes Porque acá la ejecución, el seguimiento. está hasta en quien agita orgulloso una botella de plástico a modo de sonaja. Objeto y personaje llevan algo adentro. No debe ser lo que sea. Aunque él no lleve la vestimenta de parachico, más bien harapos, trozos de tela sucia.

 

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Las anarquías no son necesariamente nocivas. El siseo que emite el instrumento del parachico, este día, surge de todos lados. Pararse en la pila, la fuente mudéjar, es ubicarse en el eje, el corazón de la festividad. Allí llega, de todas direcciones, el insistente sonido. No hay concordancia. Se percibe, unos van, otros vienen. Por grupos mayores a los que se han observado los días anteriores. Esta musicalidad no logra ocultar totalmente un altavoz de intemperie que reitera el catolicismo del lugar. Donde la presencia protestante es imperceptible, porque las usanzas de esa corriente religiosa está en la cotidianidad de estos pobladores.

 

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Chiapa de Corzo desde hace días es tensada. Se reitera como posible plaza para que la tomen los zapatistas, transgresores para el gobierno, héroes para muchos sectores y miles de mexicanos. La noche del 19, alguien aseguró haber escuchado una emisión de banda civil que comunicaba el ataque para el día 20. No está el ambiente de otros días. La fiesta ha absorbido todo. Aunque los efectos de la guerra se resienten. Un vendedor comenta: “No es lo mismo que el año pasado. Quizá por el problema”. Dice empezar desde las diez de la mañana y terminar a las cuatro del día siguiente. Antes cien nuevos pesos de ganancia. Este 20, apenas veinte.

 

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Lo importante son las calles llenas. Los incontables hombres, mujeres y niños que participan efusivamente. Que bailan obstruyendo el tráfico. Que hacen interminable y lento el recorrido hasta la casa donde permanece el santo del baile, San Sebastián.

 

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Un parachico se observa en un diminuto espejo. Claudia posa su perfil. Viste, como lo ha prometido, su vestido tradicional. Más alta. De una exaltación de su hermosura que es preferible no encontrar con frecuencia...

 

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Como buen festejo popular no falta el trago. Dicen, usan los bailarines para mojar la garganta, repentinamente. Lo menos que puede pasar en este día, en este lugar es embriagarse; de cultura, de la vivencia del Día Grande.



IV


Ocho días transcurrieron. El 23 es el último de la fiesta grande. Todo fue progresivo. Con una culminación poética, pletórica. Con más pueblo que otros días, en una sesión vespertina.

 

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El carácter festivo es mayor. Antes se había observado la exacta dimensión de las actividades culturales matutinas. La tarde es distinta. Los elementos tradicionales de la feria dan otro ambiente. Las carpas de conocidas cervecerías. Los cocteles en grandes vasos que ya empiezan a ser clásicos. La vendimia. Los juegos mecánicos de la modernidad. Más emociones y riesgos para una época envuelta en la violencia. La inmensa plaza principal está más poblada. De Chiapa y de Tuxtla llegan para cerrar la fiesta y el domingo.

 

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La expectativa está en el templo de Santo Domingo. Afuera, donde lejos de ser la decadencia del último día el desenfreno es mayor. El atrio de la iglesia reúne más gente, por encontrarse con la puerta principal. Los parachicos bailan con banda, auténtica, no comercial. Otros, descansan en grupos, sentados en el suelo. Es común la imagen familiar. Como bien se comenta: “Aquí todos nos conocemos o tenemos alguna relación”. Ya hacía falta: “Qué guerra ni qué nada. Nosotros seguimos. Si el mundo se acaba nos vamos para Chiapa de Corzo”.

 

Como se acostumbra, han retirado todas las bancas del templo. En el pasillo principal permanecen los parachicos. Otros menos se revuelven con los asistentes, a los costados. Unos conversan. Hay quienes escuchan la misa tradicional: 'Lectura de... En aquellos días...” Pasaje sobre la destrucción de Nínive. Afuera el sonido de los cohetes artificiales. Adentro. la liturgia. El sacerdote da el segundo apunte de la guerra. Es claro en el planteamiento. El de consenso actual: “La auténtica paz se consigue con justicia y respeto a los derechos humanos”.

 

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Pasa lo que debe. Las salutaciones símiles de políticos candidatos. No se dice la frase final para irse en paz que la misa ha terminado. porque no ha ocurrido. Se traspasa las cerca de veinticinco banderas y a los poseedores durante 1994. Contracciones envuelven a quienes permanecen en el recinto. Unos tratan de aproximarse al centro para ver el baile. La energía de quienes danzan, contrariamente, hace retroceder. ¿Cómo podría ordenarse un rito? Arriba, la leyenda 1554, de construcción del edificio. Abajo, la gruesa hilera de parachicos en su entrega. Se hincan. Emiten un murmullo como llanto. Suenan los chinchines. De pie otra vez, hacen vibrar el suelo. Debe ser un tipo de zapateado. No es el mismo que al principio. Lo que menos puede suceder en el momento es evitar sentir estremecerse. El espectáculo hace activar una inigualable sinestesia.

 

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La procesión rodea el centro de Chiapa de Corzo. Se dirige a la avenida Julián Grajales. Depositarán ahí el bulto de San Sebastián, de quien no es posible documentar las asociaciones homosexuales que le atribuyen. Le llevan con gran reverencia. Al frente los parachicos. Atrás. gente del pueblo, tambor y pito. Después, mariachi.

 

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En las celosas banquetas se camina con dificultad Es preferible bajarse, invadir el terreno de los parachicos. Ellos se han apropiado del espacio. Es su derecho, su obligación. Hay momentos en que un parachico fuera de la calle no lo es. Ellos convierten el área en otro mundo Sobre tocio, al pasar donde la iluminación es poca. Imágenes poéticas. Sombras que danzan; sonidos apagados por la máscara; voces enronquecidas por tantos gritos. ¿Cuántas miles de veces se ha repetido la palabra muchacho en estos días?: ¡Viva Chiapa de Corzo, muchacho! ¡Viva San Sebastián Mártir, muchacho!

 

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El lugar al que ha sido asignado el santo difiere a otros vistos antes. No están el satín, el terciopelo. Es más original. Es "el tejido de la seducción". Encaje rojo, por todos lados. Arreglo original. Con parafernalia parachica. El bulto de uno de ellos y un tambor pequeño. Aroma a copal. Flores a los extremos, maltrechas poste­riormente por el empuje de los hombres disfrazados. Ellos producen el calor popular y real. A quienes llegan con el santo, el sudor les pega las ruedas de confeti. Permanecen alertas. Deben cuidar la imagen en sí, pero también sus pertenencias. Lleva en su ropa algunas joyas, sobre todo medallas. También la otra imagen más pequeña de quien se distingue por las flechas incrustadas en su cuerpo: San Sebastián. La presión arrolladora de los parachicos acaba. Viene el beso al icono, el toque con una flor que será guardada con devoción.

 

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Todo tiene un fin. Así es la vida. La fiesta grande ha terminado. La guerra no. 


Hay que despedirse de Chiapa de Corzo... y de Claudia.



*Publicada los días 16, 20, 22 y 26 de enero de 1994