DAVID SANTIAGO TOVILLA
Para Ileana, por su dedicación…
De moda o no la corriente cubista induce al artista a esforzarse en la composición geométrica. Reduce los objetos a los esquemas básicos del dibujo. Las líneas son fundamentales. Llevan al encuentro con seres y áreas no sobre descripciones, más bien trazos.
La línea se trabaja, se ajusta, no se sigue como los serviles de la política. Bien explican los teóricos, el empeño del dibujante es oscurecer la luz. La hoja en blanco es la dimensión de extrema luminosidad. La totalidad lumínica deberá combatirse con el entintado, mucho, poco, el suficiente, el necesario.
Acorde a una personalidad y determinadas ideas. En la medida que esto sea más fiel al autor, más natural, se obtendrá mejores producciones. Transmitirá algo mayor a los meros signos visuales. Imágenes con cierta fuerza o emotividad. Sean mujeres, gatos o panteones: los motivos temáticos de Manuel Cunjamá.
Bóvedas que lo son aquí por predeterminación cultural. La línea sube, se curva para volver a caer, descender en recta. Un sombreado interno con las mismas características. Ésas que conservarán los dibujos —que con este tema — en la totalidad de cada superficie. Bóvedas embovedadas en otras mayores.
Ondulaciones que coinciden con un vértice para constituir esos libros mortuorios con inscripciones regularmente de literatura hebrea. Cuadrículas para el símil de los vitrales. La infaltable unión de un segmento vertical y otro horizontal: la cruz no dibujada, oscurecidas sus delimitaciones, para conformar "la penumbra secreta".
La penumbra en sí es intimidad, cómplice. Casi murmullo. Lo que ahí sucede se sabe con discreción, aspirando al secreto. Pero, con razón, dice Octavio Paz, un buen secreto es aquel que se comparte. Y Cunjamá ha compartido estadios suyos.
Compartir sus secretos, sin que por ello dejen de serlo. Lo reafirma, los vuelve más. Hay una muerte sentida, el año pasado, revela. El "descanse en paz… de 1993". Los floreros. Las nuevas residencias, aposentos. Donde permanece en realidad lo que se es: concepto. La enorme lápida que involucra atrae hacia su centro.
Ahí persiste una existencia. Recuerdo latente o vago. Entidad innegable, dejada en lapsus, en pretendida inconsciencia: Porque los humanos tienen más posibilidades de regreso. Un día, un año. Y observan. Los objetos que antes tuvieron una textura, una profundidad. Después símbolo. A ellos también se les ve desde la distancia temporal. Fueron viveza, son vacíos no muertos; solemnes, serios.
La muerte siempre infunde respeto. Todo límite físico también. Pero el humano no es conforme. Lleva en sí la transgresión. Transgrede el dolor, para dar paso a la recuperación de estructuras y soportes físicos. Para pasar de la muerte al erotismo. La mujer en sombras. Yace en la cama asociada por la curvatura de una almohada. Sencillo. El seno y la gastada metáfora de un ojo. Los labios propios de aquéllas a quienes se les recuerda por el sabor de los besos. Más que la cópula, los abrazos y las palabras o las horas.
La pasión no tiene tiempo, parafraseando a Nandino, tiene pasión. El eros requiere del componente lúdico, de la posibilidad de leer. Un cuerpo, un icono de la sensualidad. Tal son los gatos, dice la colectividad. Ellos son el pretexto de Cunjamá para trabajar el movimiento. Incursiones románticas, en tanto movimiento; el clasicismo es estático.
Escribe Manuel Cañas: "El movimiento del gato interroga la oscuridad ... La cola y su profundo lenguaje/ despliegan en la penumbra/ que endulza un tiempo de fuego, y el gato de sueño arde/ otro secreto y se derrama".
Es la carpeta número cuatro de la serie "Al canto de la imagen". Ilustraciones de Manuel Cunjamá y composiciones literarias de Manuel Cañas. Edición de la Universidad de Chiapas.
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