“Los rituales del caos” de Carlos Monsiváis

DAVID SANTIAGO TOVILLA

No es el ritual en torno a una persona. No se podría. Los nombres no valen por sí mismos. Llevan asociados virtudes o defectos, dependiendo de las diversas perspectivas.

 

Sucede con los Carlos: si se acompaña con el Salinas, aturde la estruendosa rechifla con melodía de mentada; si se anexa el Monsiváis, puede cegar el flashazo de la cámara de los reporteros gráficos de La Jornada, quienes, por cierto, le cubren hasta los suspiros.

 

La primera combinación resulta ingrata para millones de mexicanos; la segunda, tiene el mismo carácter para quienes se incomodan al tener un método eficiente de acercamiento a la realidad: escudriñarla y no quedarse con el ojo que aprecia sólo tersuras.

 

Carlos Monsiváis retoma con los rituales del caos. Su prosa característica —extrañada en su anterior ensayo Los mil y un velorios— incisiva, de una verdadera reflexión intelectual, que conecta la leve expresión cultural con el universo correspondiente.

 

No el discurso y la acomodaticia actitud acrítica, tampoco la complacencia que observa todo desde el funcionalismo, mucho menos las valoraciones folclóricas o cargadas de emotividad.

 

Es distinto mirar que observar, recibir que aprehender, presentar que diseccionar. Algo hay de diversión para el autor al conjuntar lo ordenable y lo que carece de esa condición: las ideas que no piden permiso para ser o cuidar las apariencias, y el México contemporáneo que en tanto más lo es acentúa su temperamento caótico.

 

Se vive una dinámica en que cada expresión social es la base para una placa fotográfica. El estadio de las repercusiones, de las contradicciones: mientras la mentalidad capitalista fomenta la excitación meramente individual, los hechos cotidianos no pueden apartarse de su carácter masivo.

 

La expresión "somos un chingo y seremos más" es confirmada con jactancia en cada comulgación colectiva, política, religiosa, futbolística o lo que sea. El "nosotros" nulifica al "yo", "tú" o "él" en determinadas horas.

 

La hora de la identidad acumulativa. La Ciudad de México es la gran ciudad. Ella se acompaña del adjetivo magnificador de ventajas y desventajas, pero todas las ciudades poseen su símil en pequeño que da cuenta de la confluencia humana: sino distintivo, ya no suceso relevante.

 

En las ciudades se desarrolla una competencia por compartir ciertos códigos: en lugares permanentes o en centros fugaces y de moda para la concentración. Qué puede esperarse en un país de desempleo en ascenso: los más no pueden aspirar a la acumulación de capital, deben acumular juntos sus utopías y proyecciones.

 

El consuelo probable: "Yo estoy jodido, pero hay otros que lo están más" física e intelectualmente. Los múltiples pensamientos, proyecciones y reflejos en unos minutos de convivencia masiva son totalmente inconmensurables.

 

La hora del consumo de orgullos. Luego sucede que hay quienes creen en el triunfo fácil, la invencibilidad de alguien, la distinción sobre la base de cualidades personales.

 

En el mundo del espectáculo, los negocios y el consumo inducido operan distintos mecanismos. Debía saberlo el chiapaneco Víctor Manuel Rabanales boxeador que hizo tibias defensas de una corona. La fama instantánea lo obnubiló, como en la famosa frase del dictador Díaz: no estaba preparado para ese momento.

 

Posiblemente los rivales si fueron en serio, no como varios de Julio César Chávez, buscados por su menor estatura deportiva. Pobre de quien olvide que el boxeo es un asunto de empresas, dinero y medios.

 

La hora del consumo de emociones. A las emociones literalmente teledirigidas se les observó por doquier. En 1994, no se limitaron a las concentraciones en el Ángel de la Independencia.

 

Recuérdese, la capacidad del monopolio televisivo hizo que los comportamientos recomendados para la euforia futbolera hacia la selección nacional se produjeran en toda la geografía: los tres colores "patrios" en la mejilla o alguna otra parte del cuerpo, el apasionado coro para entonar la canción puesta de moda, el regodeo no ya del populacho sino de los jóvenes de la clase media alta, quienes en sus automóviles de modelos recientes ondeaban banderas nacionales.

 

Un interés por la nación que expresaron en la calle y en relación con una actividad deportiva y no en las urnas de ese año.

 

La hora de la tradición. Las peregrinaciones decembrinas son el lugar del caos, tumultos, desviación del tráfico, amontonamiento de puestos, avenidas principales como la de Tuxtla Gutiérrez, que aspira a modelos estadunidenses, muta su rostro por el de una calle de pueblo en días de fiera popular.

 

La invasión del ser campesino no se da únicamente por demandas políticas: el 12 de diciembre cambia el símbolo; los protagonistas coinciden. Primera voz concedida a Monsiváis: "¿Qué más decir de la Guadalupana? Es el elemento pacificador en la cristianización de los nativos y en la mexicanización de la fe es el gran depósito reverencial de los mexicanos que emigran, en la concesionaria del sitio de honor en recámaras, sindicatos, tabernas, lupanares, camiones de carga… A fines del siglo XX, en la Guadalupana se concentran las vivencias de la marginalidad y el desgarramiento, en ámbitos donde lo mexicano es sinónimo de orgullo recóndito o de inocencia sin protección. Ella. presente en la infancia de cada mexicano, el signo de la normalidad en la pobreza, el pretexto formidable para el ejercicio de la intolerancia".

 

Los directivos de un diario tapachulteco decían a sus colaboradores, apenas dos años atrás, que había libertad de expresión siempre y cuando se midieran con el presidente y no se tocara a la virgen de Guadalupe.

 

La hora de las convicciones alternativas. Lo común es la negación de los asuntos que no alcanzan la total comprensión. Parte de la hipocresía social no se limita a los asuntos de la sexualidad, también ingresan a otras áreas. La gente humilde ve con naturalidad las limpias, la lectura de las cartas, los amuletos y filtros mágicos. Profesionistas y clase media van de la burla al choteo público de las creencias, mientras inventan pretextos para acudir a los recintos de la magia negra y blanca: escupir al cielo, aunque les caiga encima la saliva.

 

El chamanismo es un fenómeno que convive con la modernidad y lo hará por un buen tiempo. El nuevo siglo no suprimirá prácticas ancestrales: la pregunta de los humanes ante su futuro es congénita y su deseo de anticipársele también. En la actualidad no es sólo un fenómeno rural ni marginal, en las ciudades sitios impensados resultan centros para la curandería. Curanderos que combinan la limpia espiritual con medicina alópata y que piden una módica cuota; otros cuya ambición es mayúscula y exigen sumas de miles de nuevos pesos porque siempre encontrarán incautos que se los paguen, aunque después llegue un amargo desengaño.

 

La hora del transporte. El semblante de la urbe parece estar condenado a ser el hacinamiento. Nuevas colonias, centros irregulares, infraestructuras insuficientes. Los medios de transportación urbana poseen, por tanto, la misma fisonomía: el amontonamiento en horas pico. De quince a diecisiete pasajeros en combis sin ventilación: pequeños baños sau­nas, sudoraciones compartidas, cachondeos imprevistos; lo que sucede en esa pequeña escala ocurre en niveles macros en el metro de la Ciudad de México.

 

La hora cívica. El momento de la toma al descubrir una estatua parece ser la aspiración de los políticos. Es un elemento constitutivo de la figura pública. Gobernante que no inaugura una estatua no lo es, aunque sus pedestales sólo sirvan para posteriores mingitorios en solitarios y abandonados andadores citadinos.

 

Segunda participación autorizada a Monsiváis: "No hay pueblo sin estatuas, no hay estatuas sin mensaje adjunto, y no hay pueblo que tenga presente el mensaje más de un día al año (cuando mucho).

 

Sin embargo, la estatuaria cívica es para unos, los irónicos, catástrofe entrañable, y para otros, los escépticos, terrorismo visual. Y sin aceptarlo, escépticos e irónicos afianzan una estética de la necesidad: vamos a sacarle provecho a esto que vemos, porque, en el mejor de los casos, no sobrevivirá.

 

Imposible quitarse de encima a los adefesios y las agresiones colosales a la intimidad de los paisajes y, por eso, es más sensato averiguar si, en efecto, desencadenan un gusto opuesto a las intenciones de sus creadores, cualquiera que éstas hayan sido, o si es posible salir indemne de la contaminación óptica".

 

La hora de los rituales del caos, de la prosa testimonial que no apela a la falacia "objetiva" para evadir perspectivas críticas. A esta hora, en que Monsiváis ya debe estar elaborando el segundo volumen.

 

*Publicado en Expreso Chiapas