'La bestia' de Walerian Borowczyk


DAVID SANTIAGO TOVILLA


El próximo 3 de febrero se cumplen siete años del fallecimiento de Walerian Borowczyk. Un director polaco con una capacidad de manufactura que logra generar una identidad desde cualquiera de sus filmes.

Los filtros, encuadres, la capacidad de observación, la meticulosidad en los detalles, la articulación de tiempo y lugar, el vínculo sexual que encuentra para sus historias, hace identificable e inolvidable cada trabajo suyo.

Borowczyk es certero, atinado, preciso como pocos. Cuando debe acentuar la idea del erotismo como facultad sensorial, imaginativa, lo hace; cuando amerita exponer la carnalidad, no teme que lo acusen de pornográfico. Su arte, lo sabe, está por encima de calificativos dudosos.

Su película más memorable es La bestia que fue concebida, en un principio, como la quinta historia de su filme más popular: Cuentos inmorales. Otra gran cinta de Walerian en donde la mayoría de los personajes posee un antecedente legendario y una realización exquisita, esmerada. 

Dentro de éstos incluye a la condesa Isabel Báthory, a quien se le adjudican casi setecientos asesinatos femeninos, por el año mil seiscientos. Merece anotarse que este personaje es encarnado por Paloma Picasso. Sí, la hoy reconocida diseñadora e hija última del célebre pintor, realiza en esta cinta de Borowczyk su única actuación en cine y sus únicos desnudos. Tenía, entonces, veinticuatro años y recién había fallecido su padre. Por algo eligió a Walerian para realizar este episodio de su vida.

Para fortuna del cine, Borowczyk desarrolló La bestia como una película completa. Imperecedera cual leyenda, contundente como un vigoroso sueño, verosímil en tanto espejo de los deseos, la cinta tiene una fuerza insuperable. Durante una sola jornada, se revelan diversos pasados, se atestigua el agitado presente de habitantes y visitantes del Castillo del Marqués de la Esperanza. Ninguna duda queda al espectador voyeurista quien penetra en las habitaciones, las intimidades, los pensamientos, las historias, los deseos. 

Formalidades, apariencias, jerarquías o edades no impiden que la urgencia sexual se imponga como motivación universal. Para el sexo no hay pretextos, esperas, indefiniciones. Así vemos distintos senderos: la relación homosexual entre el viejo sacerdote y su monaguillo; la interracial del sirviente negro con la hija del Marqués; la zoofílica, entre una chica y un animal; el autoerotismo necesario para que Clarisse (Pascale Rivaut) termine lo que suele quedar a medias porque su amante es convocado en pleno goce. La solemnidad y aridez del lugar no se corresponde con la intensidad, frecuencia y potencial erótico de sus ocupantes.

Lucy Broadhurst (Lisbeth Hummel) ha llegado esa tarde para cumplir un compromiso de boda por correspondencia con Mathurin de la Esperanza (Pierre Benedetti). Ella se convierte en la clave del filme. 

Desde su llegada al lugar ha vivido una transformación sensorial. Vive con efusividad todo. Toma fotografías instantáneas de muchos detalles. Tiene una especial receptividad para conectarse con lo encubierto, no dicho de ese ambiente. Todos los acontecimientos se precipitan en torno a ella porque es la encarnación de la apetencia sexual. Lucy es el deseo y éste lleva a descubrir, ser, estar; es acción, paso, luz.

El tratamiento visual hacia ella, por lo tanto, es especial. Entramos a su cuarto para ver su joven y espléndido cuerpo, su delicada lencería, sus caricias propias, su excitación con la foto de un falo equino que ha hecho horas antes. En Borowczyk es imprescindible la memorización minuciosa. Ocurre con el centro del cuerpo de Lucy. Una toma de trescientos sesenta grados, en pantalla completa, para apreciar sus nalgas, su cadera y su atractivo felpudo vulvar.

Permanecemos en la habitación para vivir con ella su éxtasis: una extraordinaria masturbación. Sus labios vaginales son acariciados con la tersura de los pétalos de una rosa roja. No hay término medio. Cuando una sudorosa y complacida Lucy retira las manos de sus genitales, la cámara se detiene en el epicentro: su hermoso clítoris palpitante. Un encuadre inconcebible fuera de una película "porno" pero audaz en un trabajo de Walerian Borowczyk.

La bestia abre y cierra de manera espectacular, extravagante, con gran impacto. No tiene consideración para el espectador al plantear la diferencia de la cópula instintiva y el erotismo, al arrastrarlo hacia el tema del sexo animal. Los animales siguen su instinto. Están limitados a la acción y la consecuencia es la reproducción. Sólo los seres humanos pueden asociar un encuentro bestial con otras referencias, darle otras lecturas, recrearlo a partir de su propia sexualidad.

Los primeros siete minutos del filme se destinan a un registro clínico del apareamiento equino. La ceremonia en su plenitud, sin atenuantes. Todo se llena con el vigor del macho que relincha, golpea el suelo con sus cascos. La hembra espera y llama al semental con su vulva hinchada, moquienta.

El caballo endurece el largo garrote. Se monta y muerde la crin de su compañera. Se mueve unos cuantos segundos en aquella viscosidad. Eyacula. Resopla. El pene flácido abandona su refugio. Lame la grupa de la yegua. Borowczyk hace el seguimiento ostentoso, palmario. De entrada, el observador queda inerte ante la ofensiva visual de este director.

El final es deslumbrante. Una escena también prolongada a modo que cada fragmento sea pletórico. Lucy tiene un sueño húmedo. Se trasmuta en Romilda de la Esperanza (Sirpa Lane), quien -asegura la leyenda- fue atacada y desaparecida por una bestia. Verdad a medias porque el encuentro fue sexual y con un desenlace adverso para el animal mezcla de lobo y gorila.

Al principio, Romilda es sorprendida por el ente. Huye despavorida. En su carrera, sus ropas empiezan a quedar entre la maleza. El engendro se excita con las prendas femeninas. Acaricia su descomunal falo con esos tejidos que actúan como feromonas. Ella, casi desnuda, logra colgarse de una rama. Su sexo queda a la altura del animal, quien se dedica a libar en ella. Romilda patalea, pero en dicho movimiento, sus pies rozan una y otra vez el tolete. Lo masturba. Él derrama semen en abundancia.

No existe ninguna otra película, hasta la fecha, que se compare con La bestia por la cantidad de líquido seminal derrochado y puesto en pantalla. La inmensa verga es enterrada en Romilda. Ocurre un cambio de situación: con el gozo, ella se transforma de pasiva en activa. Toma la iniciativa. Se despoja del corsé que aún mantenía. Folla sin medida. El festín de esperma es incontenible. La mujer lo recibe en sus pechos, sus nalgas. Le succiona. Lo consume. Baña su cuerpo entero con esa leche espesa. Le exprime hasta la vida.

La bestia muere de sexo. Romilda lo entierra. La realidad es que el hecho no ocurrió hace doscientos años como señala la versión popular: fue apenas cuarenta atrás. Resultado de esa aventura, hay un producto que se conocerá para concluir el filme.

Aún no hay otro trabajo cinematográfico que plantee con tal vehemencia la zoofilia como lo hace La bestia. El director español Bigas Luna presentó, en 1979, la cinta Caniche: un drama sobre la parafilia de una pareja de hermanos hacia los perros.

Sin embargo, la distancia es abismal, de fondo: Luna denuncia, Borowczyk expone; el primero se asoma al tema, el segundo lo vive; en aquel hay distancia, en éste arrojo. Bigas hizo una película, Walerian una obra artística.

La bestia es de enorme vigencia. El Diccionario del sexo y el erotismo de Félix Rodríguez González, publicado en 2011, detalla: "Según el famoso informe Kinsey (con datos de mediados del siglo XX), alrededor del 3% de mujeres y del 8% de los hombres, reconocieron haber tenido contacto sexual con animales; las mujeres, dejando que el gato o perro les hiciera un cunnilingus, y los hombres realizando coitos con animales de granja como vacas, terneras u ovejas". Las prácticas zoofílicas son más frecuentes de lo que se conocen.

*Publicado en la Revista 10, No. 163.