El abogado del crimen


David Santiago Tovilla

“Es claro que en el siglo XXI vivimos una inquietante normalización de la violencia. Lo que es inminente es que la descomposición del tejido social en México es epidémica y masiva pues la cultura del narco se ha vuelto omnipresente y, en cierto modo, la fascinación que produce se ha convertido en una de las formas de la cultura dominante” apunta Naief Yehya, en su nuevo libro lanzado en septiembre pasado: Pornocultura.

Yehya es atinado. Aunque los medios de comunicación hayan modificado el tratamiento hacia las noticias generadas por el crimen organizado, el conjunto de prácticas, términos, significados, consecuencias cotidianas se han incorporado a la vida ordinaria. La cultura es información transmitida por aprendizaje social.

La violencia ha cambiado la forma de vivir, divertirse, viajar, comunicarse, entre otras. Hay una generación que ha crecido en un entorno de inseguridad muy distinto al que se vivía hace apenas no más de una década. Los mensajes violentos subieron de tono hasta entrar en una franca competencia por quién emite los más temibles. Intensidad, frecuencia, extensión, hacen que, en efecto, la práctica social –es decir la cultura– se haya violentado.

El abogado del crimen realiza esta reflexión desde el cine. Esa es la diferencia de la película de Ridley Scott, estrenada en México el 15 de noviembre, con otras más populares y taquilleras. En El infierno, por ejemplo, su éxito se sustentó en recrear e ironizar la realidad; hasta colocar un personaje inolvidable como “el cochiloco”. Esto es: la caracterización y perfiles eran esenciales para lograr la empatía del público. 

Este nuevo filme sigue un camino, en su totalidad, diferente. Aquí, no está la espectacularidad de escenas violentas, tampoco la secuela de acciones en sí. Scott logró convencer a un escritor que ha alcanzado casi la perfección narrativa en sus letras: Cormac MacCarthy para elaborar el guion. El autor de un clásico contemporáneo, Meridiano de sangre, evitó el tratamiento tradicional de la historia y les dio discurso. 

El abogado del crimen tiene la vistosidad de estrellas hollywoodenses como Brad Pitt, Cameron Díaz, Penélope Cruz y Javier Bardem pero concede mayor peso a sus palabras. Ese énfasis discursivo es lo que no ha gustado a algunos. Más que diálogos hay exposiciones. Fragmentos largos que abordan: la ética, el dolor, la desconfianza. 

Es inusual y por momentos hasta inverosímil que la gente del crimen hable con profundidad filosófica. Pero es la manera en que MacCarthy logra dar contundencia a todo. Son aseveraciones, convencimientos, advertencias. Las frases sustituyen un porcentaje de la acción. Ese equilibrio logra colocar el tema de la violencia actual en México como algo irremediable porque se ha convertido en cultura.

Antes llegó a pensarse que las muertas de Juárez podían vincularse con un asesino serial. Con los años, ahora lo dice El abogado del crimen: el número de mujeres asesinadas es un segmento de la gran cifra de la gran cifra de cien mil muertos en el lustro pasado. Todo es parte del interés por causar más dolor: “morir es fácil” pero soportar la pérdida de un ser querido por una responsabilidad propia es mucho más complicado. 

Las conclusiones de la cinta de la mancuerna Scott-MacCarthy son lapidarias: la violencia se ha convertido en crueldad; los imperios de dinero son efímeros e impredecibles; la ganancia está por encima de todo y todo aquel que se interponga ante ella es eliminable; el negocio emparentado con la crueldad, la violencia, la deshumanización, nunca tiene un final feliz para nadie. Esa infelicidad de sus protagonistas se inocula al país entero cuando es lo que predomina.

El abogado del crimen es una película que no encaja con facilidad en un calificativo por sus particularidades. Sobre todo porque hay que verla y entenderla. Su ritmo está en lo verbal. Si se atiende este aspecto, se comprenderá su estatura.