"La jaula de oro" de Diego Quemada-Díez


David Santiago Tovilla

El 1 de junio, el diario español El país publicó una amplia nota sobre la migración de centroamericanos a Estados Unidos. Del apunte de José Meléndez destaca un fragmento revelador al detallar el grado de complejidad que la migración ha adquirido por constituirse en un factor económico. 

No sólo por la incidencia financiera lícita o ilícita en su tránsito por México, sino por los envíos a los familiares: “Colocados entre los más violentos del mundo, los tres países son grandes expulsores de ciudadanos que emigran por falta de opciones económicas o por la inseguridad. Pero los tres también alimentan otra ironía: sus economías dependen en gran parte del dinero que esos mismos ciudadanos arrinconados y obligados a emigrar, envían a sus parientes. 

Las remesas aumentaron de 11.65 millones de dólares en 2012 en ese grupo de naciones conocido como el Triángulo Norte de Centroamérica, a 12.299 millones de dólares, según cifras de los bancos centrales de los tres países. Guatemala es el principal receptor, al pasar de 4.782 millones de dólares en 2012 a 5.105 millones en 2013, seguida por El Salvador, que aumentó de 3.910 millones en 2012 a 3.969 millones al año siguiente. 

Honduras captó 2.958 millones en 2012 y 3.225 millones en 2013. Los ingresos representan el 10% del Producto Interno Bruto (PIB) de Guatemala, el 16% del PIB de El Salvador y cerca del 17% del PIB de Honduras”.

Ese es el fondo de un fenómeno que no se percibe pueda modificarse a mediano plazo. La dinámica incesante, cotidiana, es expuesta por Víctor Meza, director del Centro de Documentación de Honduras: “Un promedio de 250 hondureños emigra al día de Honduras y solo tres de cada 10 entran a Estados Unidos. 

Si de 10 hondureños, tres logran entrar, los otros siete, o se quedan clandestinos en México esperando una oportunidad para volver a entrar, o son capturados por las autoridades mexicanas y devueltos a Honduras. Algunos logran evadir la repatriación y se quedan clandestinos en Guatemala para, de nuevo, reintentar el ingreso a México y luego a Estados Unidos. O sea, es un ir y venir”. Este diagnóstico llega de inmediato a la mente al ver la película La jaula de oro de Diego Quemada-Díez.

La película tiene el gran logro de alejarse de prejuicios, miradas románticas o melodramáticas, desenlaces predecibles, aunque aborda un tema candente con muchos lugares comunes, trillados. 

En lugar de explicar: señala. En vez de construir ficciones: traslada a una realidad rica en significantes. Aunque aparenta una cronología ordinaria prefiere evitar juegos, saltos y acompaña a personajes que son unos de tantos que alude la nota de El país. A veces parece cruzarse con el documental al recuperar los rasgos de identidad de los centroamericanos, con mayor énfasis al haber involucrado a centenas de migrantes en la filmación.

La jaula de oro está distante de lo que, a fuerza de convivir con ella, empieza a naturalizarse: la violencia explícita. Por ejemplo, se sabe el final infeliz de muchas mujeres que son bajadas del tren cargado de indocumentados y secuestradas. Su destino está en los medios: la explotación sexual, el asesinato. Diego Quemada-Díez da lo suficiente con registrar el momento de ese truncamiento femenino.

Es una película con todos los sentidos en la tierra, tal como se requiere para hacer ese traslado. No hay tiempo para sentimentalismos. Tampoco existe demora para indagar o entender. Sólo hay una convivencia circunstancial porque cada tramo es incierto. Por eso, el mutismo es una característica habitual. Nada qué hablar, planear: sólo persistir, subsistir, estar. Quién sabe hasta dónde o cuándo.

“Sólo tres de cada 10 entran” dice Víctor Meza. Miles de kilómetros, cientos de horas invertidas, decenas de historias vividas. No siempre los héroes son los que llegan. No todos los esfuerzos tienen su recompensa. Es un azar, una ruleta, una probabilidad. Para terminar, esos cuantos, los menos, en una jaula de oro, un engranaje de la economía mundial: la estadounidense y de su propio país.

Magnífica cinta que, a pulso, se ha ganado cada uno de los nueve segmentos del máximo galardón del cine en México: el Premio Ariel. Lástima que el reconocimiento nacional y mundial que ha obtenido, no se corresponda con un mayor tiempo de exhibición en las salas del país.