La semana pasada el mundo recordó a Julio Cortázar. Uno de los centenarios esperados para este año que empieza a declinar. Celebración en grande, proporcional a la inmensidad de su producción literaria. Páginas, espacios, para subrayar la estimación que prevalece en sus lectores. Sí: devoción, afecto, es lo generado por los libros cortazarianos en las más variadas generaciones.
Justo el año de su fallecimiento: 1984, se publicó un volumen de apenas cincuenta páginas: Alto el Perú. No es muy popular y, en consecuencia, su comercialización escasa. En él, Cortázar se ocupa de consignar su encuentro con el trabajo fotográfico de su amiga Manja Offerhaus. Las fotografías, en blanco y negro, reflejan la pobreza ancestral peruana. Los más vulnerables: mujeres y niños en el entorno de las vías del ferrocarril.
Es un libro que sigue un diálogo entre la fotógrafa y el escritor. Interroga, reflexiona, dice. Se pregunta, por ejemplo, en dónde están esos personajes, en esos momentos, en que ellos miran las fotos en París. En dónde estarán en unos años. Lo que mueve al ejercicio es la lacerante realidad retratada. Es lo que acicatea a Cortázar. Su simpatía por esos seres desvalidos le lleva a hacer unos apuntes. Narra, recrea, ironiza: “los niños se dejan fotografiar por ti como si comprendieran que tu cámara vale más que los discursos de los ministros”.
Con elegancia extrema, Julio enfatiza en una pincelada lo que ocurre en verdad. Las imágenes desmienten cientos de discursos eternos que hablan de planes de desarrollo, búsqueda de la igualdad, democracia económica. Las palabras van y vienen pero la contundencia de los parias que hacen su vida en la calle permanece.
El escritor sabe dar el tono necesario. Ni indignación, diatriba o discurso. Más bien meditación. Busca, lo dice de forma textual “Que otros lean, tal vez. Que otros miren”. Que otros compartan esa inquietud por los que están, estuvieron y estarán. Allá, lejos de París, en donde no se puede ver nevar desde la ventana y nada ocurre; en donde todos los días son lo mismo para los mismos, en la misma circunstancia.
El escritor sabe dar el tono necesario. Ni indignación, diatriba o discurso. Más bien meditación. Busca, lo dice de forma textual “Que otros lean, tal vez. Que otros miren”. Que otros compartan esa inquietud por los que están, estuvieron y estarán. Allá, lejos de París, en donde no se puede ver nevar desde la ventana y nada ocurre; en donde todos los días son lo mismo para los mismos, en la misma circunstancia.
Alto el Perú es de esos libros que vinculan escritura y arte fotográfico. De esa tradición que algunos escritores hacen de manera extraordinaria, como el escritor Alejandro Molinari, desde Chiapas.
El Cortázar íntegro en unas cuantas líneas: emoción, didacticismo, imaginación, alcance. Como expone cuando lee la fotografía de una indígena dormida al amamantar a su bebé, en el transporte más económico de entonces, el tren: “Ella duerme en el ángulo de la ventanilla, su niño de ojos abiertos entra acaso en el calidoscopio naranja y verde de la cortina recogida en abanico, cada círculo otro ojo con una pupila tan oscura como la que lo está mirando, y entre la madre y el niño el ojo ciego del seno descubierto, su pupila rosada viéndome llegar, sentarme en la banqueta de enfrente, mirón de eso que mira, el seno curtido y estropeado de la muchacha dormida, astro diminuto en torno al cual se diría que las dos cabezas llegaban armoniosas hasta que mi llegada las fijó en lo alto y lo bajo, sueño y vigilia como grandes lunas en torno al pequeño sol atezado que un movimiento de la mano ocultará en algún momento, la confusión pasajera, la sonrisa india velada por alguna distancia que nadie podría medir en kilómetros, en años luz.”
Por su particularidad, Alto el Perú es meritorio de recordarse en los festejos para Julio Cortázar.
Por su particularidad, Alto el Perú es meritorio de recordarse en los festejos para Julio Cortázar.
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