Despachadores de gasolineras somnolientos. Voceadores empiezan a ocupar algunas esquinas con su carga de folios y sus notas que serán leídas horas después. Patrullas en lento avance. Algún vehículo cada muchos minutos. El silencio es tan agradable como las calles solitarias, aún aquellas de gran fluidez en la vida cotidiana.
Dispuesta, entregada. Es el deleite de esos pocos madrugadores. Agradable a la visión porque está desnuda de objetos sobrepuestos. Deja ver su piel, texturas, atavíos. Pueden tomársele las mejores fotografías, para registrar su esplendor. Despojada de todos quienes la recorren, ocupan, buscan. Sola es más bella porque se muestra como es. Expone su templanza, su dignidad.
Cuánto placer. Encontrarla sin intermediarios. Cuánta intimidad. Sin testigos ni miradas. Anhelo de tenerla así, el mayor tiempo posible. En exclusiva. Sin compartirla con nadie más, como ocurre con regularidad, cuando la avasallan para poseerla con curiosidad por su atractivo.
Como siempre, ella permanece. Trasciende circunstancias y tiempos. Está más allá que ellos y ellas. Acude a todos los encuentros con infinitos secretos atesorados, con una vida de andanzas, con incontables testimonios que ha escuchado en voz propia de quienes la han transitado. Ese ir y venir es parte de sus fortalezas y la han hecho ser.
En domingo, a las seis antes meridiano, nadie la disputa. No hay necesidad, cuando la tienen de lunes a sábado a la hora que requieren. Durante seis días es de muchos; el séptimo, es de pocos. Hasta más avanzadas las horas, cuando busquen desayunar, convivir, pasear.
Por ese sosiego que presenta y transmite, la hora propicia para ir por cualquier gran urbe, en bicicleta, es cada domingo, a las seis a. m.
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