Dos días después de la masacre de Tlatelolco, Juan García Ponce fue detenido como parte de las redadas emprendidas por las corporaciones de seguridad. Confundido con un dirigente del movimiento, fue llevado a las mazmorras repletas de detenidos.
García Ponce fue liberado en la madrugada siguiente por gestión de Julio Scherer García. El testimonio de su paso y el de los perseguidos del sistema político mexicano por la cárcel quedó registrado, años después, en su novela La invitación. Ahí, detalla los tratos que incluía la desnudez, la oscuridad, la incapacidad de las áreas de tortura para admitir más detenidos. “Gritos y risotadas, risotadas que sustituyen a los gritos porque las palabras no alcanzan. Cada vez más como un teatro y sin embargo temible y terrible como expresión de una impotencia sin nombre que desconoce su objeto” apunta.
El incomparable escritor yucateco destacó como un activo importante de la Asamblea de Intelectuales, Artistas y Escritores. García Ponce fue de los escritores que impulsaron el primer manifiesto publicado sobre Tlatelolco. Su detención ocurre, por eso, al salir del periódico Excelsior, según lo expone Carlos Monsiváis en el libro Parte de guerra, publicado en 1999.
Pero es en su obra cumbre: Crónica de la intervención en donde Juan García Ponce registra con detalle distintos episodios del movimiento del sesenta y ocho mexicano. Se da el tiempo de consignar las referencias como parte de la necesidad de que su obra contribuya a que no se olviden los trágicos episodios. En dos capítulos: “Dificultades imprevistas” y “Sucesos (públicos y privados)” hace un seguimiento de los hechos. En esos fragmentos de su majestuosa novela están los apuntes con ironía cuando es necesario, o bien con detallada interpretación de una de los escritores más notables que ha tenido este país.
De Gustavo Díaz Ordaz dice: “Para aquel entonces el rostro de la Revolución era el de un abogaducho con gruesos lentes que parecía tener hacia afuera su propia calavera mostrando una inconcebiblemente protuberante hilera de dientes aun sin hacer ningún gesto y cuya figura en general se había ido haciendo cada vez más enjuta y desagradable en el curso de los largos años pasados en oscuros juzgados de provincia”.
De su simpatía con los estudiantes: “La modesta y siempre desprestigiada verdad parece ser que la oculta y silenciada pero latente inconformidad de la mayor parte de la juventud empezó a manifestarse como una reacción contra los guardianes del orden que impusieron como siempre un orden intolerable, aunque para ellos mismos fuera más comprensible que el desorden”.
Del origen de las movilizaciones: “Uno de los cuerpos más violentos de la policía intervino en una pequeña escaramuza entre los miembros de una escuela de enseñanza superior y una pandilla de vagos y malvivientes. Algunos suponen que ése fue el principio. Con respecto a esos sombríos acontecimientos se sabe al menos que hay un principio y un final. Pero en el principio era difícil reconocerlo como el principio de algo.”
Del ataque inicial de los soldados a la universidad: “Se recurrió al ejército para que apoyara a la desprotegida policía. Un general no vaciló en demostrar que recordaba el origen siempre nacional de las ideas dirigiendo sus bazucas hacia las puertas de dos de las veneradas casas de estudios en las que, de acuerdo con su condición, se habían refugiado los estudiantes”.
De las demandas del movimiento: “Si los estudiantes no tienen salarios por este mismo motivo podían actuar con un desinterés bastante lógico. ¿Qué es lo que podían querer si no querían nada para sí? A las frases gastadas del Estado y sus voceros dentro de los grandes medios de información se opusieron otras que conservaban su brillo quizás porque nadie las conocía más que como frases. Cese al abuso de la violencia de la policía y el ejército. Libertad a los presos políticos. Prensa libre. Información verídica. Universidades con sentido político”.
De la simpatía popular: “No se puede saber todo. Quizás ése era el clima en la mayor parte de los hogares; pero para los estudiantes, en sus escuelas y en la calle, reinaba un ambiente de fiesta. Hay una legítima alegría en el hecho de poder celebrar colectivamente los rasgos del humor y poder burlarse con eficacia de los lugares comunes detrás de los que se parapetan los representantes del orden cuando el desorden se muestra con todo el esplendor de su fuerza liberada”.
De la capacidad de convocatoria y participación ciudadana: “Nadie consigue ser el mismo que era antes de unirse a la protesta cuando se forma parte de una columna humana que abarca no menos de cinco kilómetros. Hay un principio y un final, una cabeza y unos pies, sin duda alguna, pero no hay ningún rompimiento entre el principio y el final.
"Cuatrocientas mil personas son una sola persona en la que se encierra la potencia y la variedad de los sentimientos y emociones de cuatrocientas mil personas. No es una multitud. Se trata exactamente de lo opuesto. En vez de disolverse en el número, la conciencia y la intensidad se coagulan en un solo número. Todos somos uno; pero al mismo tiempo cada uno forma el todos sin dejar de ser uno, porque el hecho mismo de lo que está ocurriendo lo lleva a ser más el mismo”.
De la marcha del silencio: “Esa muda protesta resultaba todavía más impresionante que la alegre algarabía de la manifestación anterior. La interminable columna parecía tener un reconocimiento mucho más grave de su inquebrantable unidad interior y se cerraba sobre sí misma, como si una sola voluntad avanzara por las calles: la voluntad de oponerse a la ya tradicional mentira de las palabras con la verdad del silencio”.
Del 2 de octubre: “Una matanza convierte cualquier lugar en un basurero. Los sucesos cuyo carácter público deben permitir su comprobación objetiva y su permanencia en el tiempo se alejan con mayor velocidad que cualquier otro. Su signo es la negación de sí mismos. El tercer orador del mitin apenas había empezado a hablar cuando unas luces de Bengala aparecieron en el cielo todavía neutro del fin de la tarde. Luces como las de una feria o una celebración patriótica, pero anacrónicas e inesperadas. Era una señal casi tierna.
"Las luces de Bengala elevándose en el cielo, lentas, lentas y desparramándose después hacia abajo. Para algunos de los presentes en algún momento debieron evocar un nostálgico pasado. El fin del día; el tenue principio de la oscuridad. Muchas miradas siguieron el silencioso desaparecer de esas luces en el espacio. Después el solido de las balas impuso un orden que no era humano. Las primeras venían de arriba abajo, desde el mismo edificio donde es encontraban los oradores; pero no eran ellos los que querían que dejaran de oírlos aquellos que los escuchaban. “No corran, compañeros, es una trampa”, gritaron desde el micrófono desde ese edificio todavía. Una trampa.
"Los primeros disparos los hicieron militares sin uniforme, desde arriba. Después hubo otros muchos salidos de los soldados con uniforme que rodeaban la plaza. No fue una batalla, no se trató de un enfrentamiento entre enemigos, Sólo hubo víctimas y verdugos. Un puro y salvaje afán de sobrevivir y una ciega obediencia o un puro y salvaje afán de aniquilar… Todos eran nadie; eran una sola persona en la que se reunían las edades, los sexos, la condición social; las víctimas, sólo eran las víctimas de un horror sin nombre: el horror de la muerte, el horror que rehúye y niega toda posibilidad de significado”.
En Crónica de la intervención, prevalece la indignación de Juan García Ponce ante ese episodio que no debió ocurrir, pero ocurrió tal y como no ha dejado de ser la política mexicana: por priorizar intereses personales.
A pesar de su actitud comprometida con las libertades, a Juan García Ponce no le gustaba le reconocieran esa parte social. Lo detalló Carlos Monsiváis, en su columna de El Universal, del 18 de enero de 2004: “El 10 de octubre, a dos días de la inauguración de los Juegos Olímpicos, acudimos García Ponce, el director de teatro Juan José Gurrola y yo a una casa de Mixcoac a que nos entreviste un equipo de la BBC.
García Ponce es elocuente, denuncia lo ocurrido, exige justicia, es un crimen, es una monstruosidad. El programa se transmite unas horas antes de la llegada del “fuego olímpico” al estadio. Visito a García Ponce la siguiente semana. Me recibe clásicamente: “Qué bueno que viniste. ¡Ah!, pero si vuelves a decir que soy un ciudadano ejemplar, te demando por difamación”. Lamento repetírselo: es y fue un escritor y un ciudadano ejemplar”. Monsi lo dijo todo.
*Publicado en Portal Coloquio
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