Este lunes 26 de noviembre, falleció Bernardo Bertolucci. Se va uno de los legendarios directores esenciales para la historia del cine mundial. Quedan anécdotas, misterios, versiones y, principalmente, sus películas.
El italiano fue el creador de una de las diez películas básicas de cine erótico. Una del decálogo que todo buen cinéfilo y el erotismo debe tener en su haber: Último tango en París.
Bertolucci también dejó otro descubrimiento: Eva Green. Así como se le reconoce al cineasta español Bigas Luna haber descubierto el talento de Penélope Cruz y hacer su presentación mundial en Jamón, jamón, el italiano tiene el mérito de lanzar a la talentosa Eva Green. La actriz francesa saltó a la fama, de inmediato, en 2003, con su participación en The Dreamers o Soñadores.
En 1972, Bernardo Bertolucci entregó el Último tango en París. Su propuesta conceptual se mantiene intacta, vigente. Plantea una relación intensa, espontánea, natural, que surge y se distingue por no seguir los pasos o los mecanismos establecidos por la educación social.
Fotografía: Sergey Vostrikov |
Un primer elemento que se sale del lugar común es la diferencia de edad entre la pareja protagonista. Él, Paul, un hombre de cuarenta y cinco años: vivido, experimentado, en crisis, a unas horas de haber enviudado. Ella, Jeanne, una joven de veinte años, en pleno descubrimiento del mundo, con un novio con quien planea casarse.
El encuentro de Paul (Marlon Brando) y Jeanne (María Schneider) es, como la mayoría de las relaciones en la vida, una casualidad. Coinciden en un departamento que se ofrece en renta. No hay presentaciones formales, inspecciones o la tradicional exposición de cartas credenciales personales. Es el instante en que ambos universos confluyen y en que un hombre y una mujer se encuentran. Él está por irse. Regresa. Sin decir palabras. Lentamente. Le quita de las manos el coqueto sombrero de fieltro. La carga y lleva junto a una ventana. Ella corresponde. Le acaricia la espalda. Le besa. No se desvisten. Así, de pie. Paul sólo se baja el cierre. A ella le abre su perpetuo abrigo claro, le sube el vestido y le arranca los calzones. Hacen el amor. Sólo alcanzan el suelo tras concluir, como un derrumbe. Ella se queda callada. Él únicamente expresa: “Dios…Dios…Dios”. A partir de ahí, el departamento semivacío será la recurrencia de ambos.
Fotografía: Sergey Vostrikov |
Es una historia sexual que se construye a partir de definiciones fuera de lo habitual. Él es quien conduce la relación de acuerdo con su modo de ser. En el primer encuentro posterior hay un diálogo revelador. A los veinticinco minutos del filme, ella pregunta:
“-No sé cómo te llamas.
“-No tengo nombre.
“-¿Quieres saber el mío?
“-Noooo. No me lo digas. No quiero saber tu nombre. Tú no tienes nombre y yo tampoco. Aquí no hay nombres.
“-Estás loco.
“-Es posible que lo esté, pero no quiero saber nada de ti. No quiero saber dónde vives ni de dónde eres. No quiero saber absolutamente nada de nada. ¿Has comprendido?
“-Me espantas…
“-Tú y yo nos encontraremos aquí. Sin saber nada de lo que nos ocurre afuera. ¿De acuerdo?
“-Pero por qué?
“-Aquí no hace falta. No es necesario. ¿No lo comprendes? Venimos a olvidar. A olvidar todas las cosas: lo que sabemos, a las personas, todo lo que hemos hecho. A olvidar donde vivimos. A olvidarlo todo.
Fotografía: Sergey Vostrikov |
La base o el principio de la relación no es la información. Un hombre, una mujer. No hay más. El deseo, la atracción, la pasión. La esencia. Lo que los cuerpos, las pulsaciones, las transpiraciones y el sexo comuniquen. Nada que los condicione, limite o aventaje. Ningún prejuicio, interés. Ninguna meta, propósito u objetivo, más que ser. No hay antes ni después. No existe el mundo, los otros; sólo el nosotros en ese mágico instante en que la masculinidad y la feminidad se mezclan. Para la realización no es indispensable la historia o el cálculo. La plenitud dura los minutos en que la sangre golpea el cerebro y se desata todo el proceso fisiológico hasta la eyaculación y el orgasmo. Ese esplendor no está asociado con una realidad social, estado civil u otras circunstancias. Vivir es eso. Dice Enrique Bunbury: “Podemos ser libres en una canción”. Paul, en Último tango en París, parece decir: podemos ser libres en esta habitación.
En los encuentros, hay momentos muy originales e inesperados. En una ocasión, ella le plantea tratar de alcanzar el éxtasis sin tocarse. La cámara los presenta desnudos y tiernamente abrazados, tan significativamente que es la fotografía utilizada para el cartel que se ha convertido en un clásico.
Existe una intención explícita de atisbar a todas las expresiones de la sexualidad, fuera de lo ordinario. Nada es extraño. Todo encaja y es natural entre un hombre y una mujer. Así, tras una larga conversación sobre el inicio de su sexualidad, ella se tiende boca abajo, en el colchón y se masturba. La cámara hace su trabajo y se detiene en ese coxis, enfundado en unos pantalones de mezclilla que se mueve con rítmico vaivén inducido por la mano femenina que se adivina frota la parte más sensible de su cuerpo.
Durante todo el filme, Bertolucci es congruente con una perspectiva diferente. Nunca la relación narrada se inscribe en los cánones tradicionales. Los términos en que se desarrolla tampoco lo son. Ningún comportamiento lo es. Paul es un hombre seguro de lo que es, dice y quiere, en las dos etapas de la relación que registra la película; frente a una Jeanne vacilante, oscilante entre una idea y otra: permanecer o irse.
El desenlace es un cambio de sentido, una peripecia. Un día, ella encuentra el departamento vacío. No tiene ninguna pista de su hombre. Se desespera. Incluso le propone a su novio que vivan en ese lugar, como para asirse a ese fantasma. Paul, se sabrá después, ha cerrado una etapa. Reaparece y es otro. Propone a Jeanne empezar de cero: “Si se acabó que vuelva a empezar… Abandonamos el piso y empezamos de nuevo con el amor y todo lo demás”. Le empieza a contar aspectos verdaderos de su vida y le pide, finalmente, que le diga su nombre. Metáforas y símbolos confluyen al final. En ese momento, ocurre un suceso trágico que pone fin a todo.
Último tango en París es una reflexión sobre la sexualidad y su incidencia en la conducta humana. La diferencia cultural y generacional. La separación entre el sentir y el deber ser. La infidelidad como una sombra para todos. La autenticidad como un bien escaso. Las relaciones de apariencia que se desarrollan como mero espectáculo televisivo. Las motivaciones que nunca se conocerán.
Último tango en París se consolidó como una referencia esencial por los elementos que confluyen en ella. La visión de Bertolucci, en una de sus producciones que lo reflejan con mayor fidelidad en su cine de autor y como militante de izquierda. La estupenda actuación de Marlon Brando, quien avasalla todo; es el personaje, el eje, la historia. También está un trabajo fotográfico espectacular que se aprecia tanto en los exteriores como en el departamento refugio. Logra una magnífica recuperación de la bella desnudez de María Schneider; o bien, escenas como cuando ella camina por el colchón con sus preciosas botas altas.
Una cinta como Último tango en París permanecerá, como lo ha hecho hasta ahora, para generar reflexiones sobre el amor, la pareja, el sexo.
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