¿Suprimir la vida?


DAVID SANTIAGO TOVILLA

Hace unas semanas, una de las estridencias de las redes sociales se dio en torno a la canción 17 años de Los Ángeles Azules. Se encendió la hoguera para incendiar una pieza musical que data de 1999 y alude a un primer amor de una adolescente.

En tiempos de la autocomunicación de masas es muy fácil instituir piras para meter aquello que a alguien le parece incorrecto. “Pedofilia” empezó a decirse y puede leerse en muchos portales que recrearon el episodio. Aun cuando el término sería inaplicable.

El Diccionario práctico para el conocimiento sexual, de Claudio Alarco Von Perfall, señala a la pedofilia como “amor sexual de una persona adulta a los niños y/o a las niñas prepúberes”.

Como lo ratifica la Fundación del Español Urgente (Fundeu): “Pedofilia, o su variante paidofilia, alude únicamente a la atracción erótica o sexual que una persona adulta siente por los niños, aunque no abuse de ellos”, al tiempo de pedir que no se utilice, por no ser equivalente, otro concepto: “se recomienda emplear pedofilia para hacer referencia a la atracción erótica hacia los niños y reservar pederastia para los abusos sexuales cometidos contra ellos.

En el caso de la canción de Los Ángeles Azules, nunca se sabe la edad del narrador, sólo su gusto por la actitud de descubrimiento de la muchacha. De ser el caso, de un hombre maduro, se trataría de “efebofilia”, según la misma referencia bibliográfica de Alarco: “Del gr. Éphebos, joven, adolescente y philiaamistad, amor, atracción: amor a los adolescentes”.

Esto puede ampliarse con lo explicado por el sitio CCM Salud: “La efebofilia designa el deseo sexual de un adulto hacia los adolescentes. Esta práctica era frecuente en las sociedades griega y romana antiguas. Se distingue de la pedofilia en que el objeto del deseo no es un prepúber. La efebofilia no tiene un estatuto legal o jurídico y, por consiguiente, sus prácticas son legales o no en función de la edad del adolescente (la mayoría sexual en Francia está fijada a los 15 años)”.

Esto es: no hay conexión posible alguna entre la pieza 17 años y la pedofilia. Pero, bien se sabe, la dinámica actual es afirmar algo, aunque sea falso y lo demás lo harán las redes sociales.

          En 2020, la propuesta de Michael Rowe: Danyka, tuvo un tratamiento similar. Igual de equivocado: “película pedófila”. La cinta alude al encuentro fortuito entre un escritor de cincuenta años y una chica de dieciséis. Se trata de conversaciones y exploraciones humanas mutuas. Por fortuna, se le encuentra en una plataforma de emisión en continuo.

Bien por el director al no dejarse intimidar por el contexto actual que auguraba descalificaciones por morbo. Una actitud valiente para decir lo que se deba sin anteponer la complacencia. Porque, más que eliminar una película tendría que suprimirse la vida. Las obras sólo la recrean. Como la veracidad que posee el perfil planteado por Rowe y encarnado por Sasha González: una joven que la separación de los padres ha hecho apresurar sus etapas, lectora voraz, con iniciativa y seguridad, integrada a la dinámica social de su localidad como una persona más y no por el criterio de su edad. Historias y encuentros semejantes ocurren por diversos lados y con frecuencia. Realidad no elección.

          De hacer caso a las voces que pretenden ocultar la vida, tendrían que impedir libros como El amante de la China del Norte, esa imprescindible novela de Marguerite Duras, que cobró mayor fama con la película El amante, basada en él. Ahí, la escritora narra su gran experiencia amatoria cuando tenía quince años. En su estilo minimalista, preciso, de frases apretadas y escasez de descriptiva, dice todo acerca de ese amor. Cómo surgió, su fugacidad e intensidad y las realidades que lo impidieron. Todo el libro es poesía contundente.

Duras dejó el apunte de una iniciación sexual, sin igual en la literatura y desde una perspectiva femenina:

«El dolor llega al cuerpo […]. Al principio es vivo. Luego terrible. Luego contradictorio. Como ninguna otra cosa. Ninguna: es en efecto en el momento en que ese dolor se hace insoportable cuando empieza a alejarse. Cuando cambia, cuando se vuelve tan bueno como para gemir, como para gritar, cuando se apodera de todo el cuerpo, de la cabeza, de toda la fuerza del cuerpo y de la cabeza, y también de la del pensamiento, vencido.

«El sufrimiento abandona el cuerpo delgado, abandona la cabeza. El cuerpo queda abierto hacia el exterior. Ha sido franqueado, sangra, ya no sufre. Ya no se llama dolor, se llama tal vez morir.

»Y luego este sufrimiento abandona el cuerpo, abandona la cabeza. Abandona imperceptiblemente toda la superficie del cuerpo y se pierde en una felicidad todavía desconocida de amar sin saber.

»Ella recuerda. Es la última en recordar todavía. Oye todavía el ruido del mar en la habitación. Haber escrito eso, lo recuerda también, al igual que el ruido de la calle china. Recuerda incluso haber escrito que el mar estaba presente aquel día en la habitación de los amantes. Había escrito las palabras: el mar y dos palabras más: la palabra: simplemente, y la palabra: incomparable».

Vivir ocurre, no es una decisión. Los trabajos que exponen esas vivencias intensas sobrevivirán porque dialogan con las experiencias personales en todo tiempo y lugar. La vida no puede suprimirse, mucho menos en razón de un posteo iracundo.