DAVID SANTIAGO TOVILLA
Son días de propaganda. Hasta la Embajada de Rusia en México elabora un texto de supuesto apoyo para difundirlo a nombre de mexicanos. Se ven obligados a inventar porque nada puede justificar la invasión a Ucrania. Mucho menos algo que valide los términos de la abusiva agresión militar contra la población de ese país.
El palabrerío en redes choca con las verdades contundentes. No se requieren farragosos textos de historia ni convertirse en especialistas coyunturales. Hay materiales a la mano: letras e imágenes que permiten situar el contexto del atropello a una nación.
Una de las recomendaciones bibliográficas de 2019 fue Sovietistán: un viaje por las repúblicas de Asia Central. La periodista noruega Erika Fatland sorprendió con un libro inusual por su amenidad para presentar la cotidianidad, conocida con escasez, de un conjunto de exrepúblicas soviéticas.
Una crónica de viaje, aderezada con las referencias históricas esenciales pero que cumple con el objetivo central de indagar cómo vive la gente. El texto se empieza a leer por curiosidad, como rareza editorial, pero atrapa por la narración de parajes, sentimientos, anécdotas o extravagancias como una ciudad de mármol. Una lectura ilustradora, recomendable, porque el lector occidental no tiene la menor idea de la vida en lugares remotos que con probabilidad nunca visitará.
En 2021, Erika Fatland publicó un libro para completar la perspectiva. La frontera: un viaje alrededor de Rusia. Ahora, en contraste con el recorrido anterior, la escritora hurgó en los catorce países fronterizos con Rusia. Ahí detalla los pormenores de la relación del gigante ruso con los pueblos contiguos. Desde luego, cuenta sus hallazgos en Ucrania.
Fatland aporta una referencia que abre los ojos sobre la voluntad de los ucranianos de no regresar a Rusia y pertenecer a la Unión Europea: «Al igual que en la república soviética de Kazajistán, donde una cuarta parte de los kazajos murieron de hambre durante ese periodo, la conversión de granjas individuales en granjas colectivas también conllevó una aguda hambruna en la república soviética de Ucrania. A dichas granjas se les asignó unas cuotas de producción fijas, acordadas en los planes quinquenales, para abastecer de alimentos a las ciudades.
»En 1932, finalizó el primero de los planes quinquenales. Dado que el objetivo era hacer más eficaz la agricultura y aumentar su producción, se incrementaron las cuotas para el año en curso y para los cuatro años siguientes. Sin embargo, por diferentes razones, la cosecha de 1932 fue peor que la de los años anteriores. Se obligó a los agricultores a entregar toda su producción, y aun así no pudieron cumplir con las cuotas exigidas. El robo, aunque fuera de un puñado de grano, era castigado con la muerte.»Policías armados iban de granja en granja y se llevaban cada grano de trigo, cada miga de pan y cada gota de leche que encontraban mientras niños y adultos morían de hambre ante sus ojos. A pesar de que el líder político en Moscú recibía informes secretos que confirmaban la hambruna, decidieron interpretar el incumplimiento de las cuotas agrícolas como sabotaje, y en 1933 respondieron aumentándolas todavía más. La policía continuó sus razias por las granjas colectivas, a la caza fanática de partidas de grano que ellos afirmaban que los hambrientos agricultores escondían a propósito.
»Debido a que se intentó mantener en secreto la acuciante hambruna, no hay cifras exactas sobre el número de muertos. Posteriormente, los investigadores han estimado que entre 3 y 4 millones de personas murieron en la república soviética de Ucrania como consecuencia de la inhumana política agrícola de las autoridades soviéticas. Actualmente, en Ucrania, llaman Holodomor a dicha hambruna, una abreviación de moryty holodom, que significa “muerte por hambruna”. Las autoridades ucranianas consideran el Holodomor como un genocidio practicado contra el pueblo ucraniano».
En sus dos libros, la escritora documenta el dominio ruso en sus vecinos, de un modo u otro. En Ucrania, en 2004, decidieron poner fin a un mecanismo en que las elecciones sólo servían para legitimar a los personajes impuestos por Moscú. La desobediencia civil de aquella primera ocasión se conoce como Revolución Naranja. Su resultado fue la convocatoria a nuevas elecciones con observación internacional.En 2013, la gente volvió a tomar las calles, cuando el gobierno de Ucrania, en contra del anhelo de los ciudadanos, suspendió la firma del Acuerdo de Asociación y el Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea. La respuesta institucional fue una violenta represión. La gente respondió con más movilización y un plantón que se sostuvo durante más de tres meses. La acción militar y paramilitar derramó sangre ciudadana de manera ascendente pero nunca doblegó a los ucranianos.
Narra Fatland: «El 18 de febrero de 2014, la situación se desbordó y estalló la violencia entre la policía y los manifestantes. Primero la policía usó balas de goma, pero pronto pasó a usar munición de verdad. A lo largo de los días siguientes, más de cien personas fueron asesinadas, la mayoría civiles, y más de mil manifestantes resultaron heridos. El 22 de febrero de 2014, (el presidente) Víktor Yanukóvich y varios de sus ministros huían de Kiev a toda prisa. La noche del 23 de febrero, Putin se reunía con los jefes de las fuerzas de seguridad para discutir cómo sacarían a Yanukóvich de Ucrania —perseguido por la Corte Penal Internacional—. A las siete de la mañana, cuando estaban a punto de despedirse, Putin dijo de repente: “Tenemos que ponernos a trabajar para devolver Crimea a Rusia”».
Cuatro días después, hombres armados iniciaron acciones en la Península de Crimea que pertenecía a Ucrania, hasta lograr, en semanas, declarar su anexión a Rusia. Del mismo modo, días después se iniciaron acciones armadas en otra región en búsqueda de su separación.Erika Fatland habla con muchas personas —incluso milicianos prorrusos— para construir, de manera colectiva, la realidad:
«¿Cuántos de los habitantes de la República Popular de Donetsk apoyan realmente el nuevo régimen? Las calles desiertas puede que hablen por sí solas.
»La última noche me cité con Sasha y Sveta, una pareja amiga de Anja y Chris, con los que yo había llegado a Donetsk. Sasha y Sveta habían nacido y se habían criado en Donetsk, pero apoyaban la lucha de las autoridades ucranianas contra el separatismo. Esa noche, los dos estaban de buen humor, casi eufóricos. Sasha, que tenía cincuenta y tres años y ya estaba jubilado, hacía semanas que no salía a la calle.
»—No nos podemos ir todos —dijo Sveta—. Sasha y yo somos demasiado mayores para empezar una nueva vida en otro lugar.»—Muchos apoyan la República Popular solo porque no soportan a Poroshenko ni al gobierno ucraniano —explicó Sasha—. Toda la propaganda, todas las armas, todo viene de Rusia. Pero Rusia no necesita Donetsk. ¿Para qué les servimos? Sí, claro, te lo voy a decir: Rusia necesita un brazo sangriento. Necesitan que Ucrania sangre.
»—Tenemos la esperanza de que Donetsk vuelva a formar parte de Ucrania —dijo Sveta—. Pero esta se desvanece a cada día que pasa».
Y esa llama se desvaneció en su totalidad en días pasados: ese lugar fue la herramienta para la invasión rusa. Recuérdese que la ofensiva militar dio inicio, el pasado 22 de febrero con el reconocimiento de Vladímir Putin de la independencia de las autoproclamadas repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk. En consecuencia, en menos de veinticuatro horas se inició el atropello militar.
Los ucranianos no han tenido más opción que defenderse con orgullo y heroísmo. ¿Cómo explicar la épica resistencia ucraniana? Esa convicción por sacudirse el yugo ruso, construir su propio camino y defender su causa hasta con la vida está en el documental Winter On Fire: Ukraine's Fight for Freedom, que forma parte del catálogo vigente de Netflix. También puede verse, de manera libre, en algunos sitios alternativos. El audiovisual recupera lo que ocurrió, entre noviembre de 2013 y febrero de 2014. Un periodo conocido como Euromaidánpor su epicentro en una plaza que congregó a los defensores de la integración europea y de donde tomó su nombre.En estos días, esa crónica visual de la brutalidad paramiliar contra el ingenio y la resistencia ciudadana es de consumo obligado. Si los abuelos vivieron un genocidio, la generación actual ha crecido en la búsqueda de una vida independiente y libre. Ucrania vuelve a estar ahora, semejante a hace ocho años, como esa niña ucraniana, del cartel del filme, que sólo tiene su dignidad para oponerse a la fuerza militar desmedida.
Tiene razón Jonathan Freeland, en su reciente artículo para The Guardian: «Los ucranianos han adquirido un nuevo lugar en la imaginación mundial, como la encarnación del espíritu de independencia nacional. Su desafío y valentía colectivos frente a una amenaza aterradora ya es el material del mito (bailarines de ballet agarrando rifles, científicos de datos cavando trincheras) que se entretejerán en una historia nacional que los ucranianos se contarán a sí mismos durante siglos. Incluso cuando, para el resto del mundo, eso se desvanezca en la historia, quedará un hecho: la convicción inquebrantable de que Ucrania es una nación, una nación totalmente “genuina”. Cuente eso como solo la primera de muchas formas en que la misión de Putin ya se ha derrotado a sí misma».
La invasión a Ucrania es un hecho criminal, desde hace años decidido y planificado. Todo está documentado. Aquellas expresiones que buscan minimizar o trivializar la criminal agresión a Ucrania hablan más de quienes las expresan.
Es indignante ver cómo muere Ucrania, una nación sin capacidad de defensa ante el poderío militar ruso. Es lamentable observar el aplastamiento de tres décadas de lucha por la libertad y la democracia.
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