Ahora, la casa de Gioconda Belli en Nicaragua


DAVID SANTIAGO TOVILLA

Fotografía: Denise López

Gioconda Belli vivió una nueva infamia. El 11 de septiembre, Daniel Ortega confiscó la casa de la escritora en Nicaragua. No le fue suficiente con despojarla de la nacionalidad, en febrero de este año; ahora, procede contra sus bienes.

El tamaño del miedo a una persona, del rencor, es proporcional a las acciones de avasallamiento cuando los pequeños tienen poder. Las acciones viles lastiman a los afectados, pero más reflejan el tamaño y la ruindad de los perpetradores.

«Las casas son una definición, un símbolo…» dice Juan García Ponce. No importa tamaño, estilo o condición de ese bien: es lo que representa. Gioconda Belli lo expone en un posteo «es una casa que para siempre contendrá el recuerdo de mi energía creativa, la huella de mis libros y el paisaje que más amaba. Lo que era queda en mí».

Ortega pretende desaparecer a Nicaragua y que sólo exista su país: la nación orteguista. Para eso impidió que se realizaran unas libres, verdaderas, elecciones presidenciales y vulneró la vida democrática de esa nación centroamericana.

Está en el manual de los autoritarios embozados: temen el relevo y lo impedirán al costo que sea porque los mueve el temor a ser descubiertos en su mundo de medianía y corrupción. Este año, el informe de Transparencia Internacional colocó, en su índice mundial, a Nicaragua como el país más corrupto de Centroamérica y el tercero en América Latina.

Pero nadie, por más narrativa a modo y obsesiones personales, puede borrar la verdadera historia de las naciones. Ese es parte del pecado de Gioconda Belli: contribuir a la memoria de la tragedia nicaragüense de haber acabado con una dictadura familiar en los setenta —alto costo de vidas de por medio— para derivar en otra similar en el siglo XXI.

Así se constata en su libro El país bajo mi piel, publicado en 2001.

Belli debió irse de Nicaragua porque la dictadura descubrió su participación de primer orden en la organización opositora: «A la semana siguiente de mi partida, agentes de la Seguridad somocista se presentaron a mi oficina en la agencia de publicidad y se llevaron mis papeles. Pocos meses después mi nombre se añadía al de cientos de personas juzgadas por el tribunal militar especial.


»Al mes de estar en México, fui indiciada por el tribunal militar. Ya no podría volver a mi país hasta que cayera la dictadura. No fue una sorpresa, pero recuerdo con precisión el vacío bajo mis pies, el vértigo de perder la remota esperanza a la que me aferraba. Tendría que rehacer mi vida en otra parte, ganarme el sustento para poder reunirme con mis hijas, definir mil cosas, decidir la suerte de mi matrimonio. Se abría un hueco oscuro, incierto. Mi única ancla eran los compañeros, las convicciones.


»Paradójicamente el exilio geográfico significó el fin del exilio de mí misma. Vertí la nostalgia en un torrente de palabras. Mis versos eran las boyas donde anudaba los recuerdos para que la marea no se los llevara. A falta de Nicaragua escribí sus nubes monumentales paseándose por el cielo azul como caravana de torres livianas transportadas por el viento; sus atardeceres despampanantes, su olor a lluvia, el verdor. El amor por ese paisaje me comprometía con mi pequeño país tanto como las ideas, el honor, el deseo de libertad».


Perseguida y desterrada por Somoza, antes; en 2023, Belli de nuevo fue expulsada de su país, retirada la nacionalidad y decomisada su casa. Dentro de otras razones, porque su crítica a las prácticas de la dinastía Ortega viene de años atrás:


«Entre los dirigentes sandinistas que había conocido, Humberto Ortega —hermano de Daniel— fue el primero que me desconcertó. Acomodaba la realidad como mejor le convenía sin siquiera parpadear. Lo hacía con tal convicción que a veces yo no sabía si él mismo creía lo que estaba diciendo, o si subestimaba mi inteligencia pensando que yo me lo creería. Era capaz de justificar cualquier cosa. Con el tiempo caí en la cuenta de que para él lo esencial era el fin. Respecto a qué medios usar para lograrlo carecía de escrúpulos.


»La experiencia me enseñó que, ciertamente, se puede ganar una guerra con cualquier clase de personas, pero no se puede construir un sistema justo, con valores éticos, si quienes se proponen hacerlo carecen de ellos o sacrifican esos mismos valores en el camino.


»Creo que Humberto jamás se detuvo a reflexionar sobre estas cosas. Los éxitos que obtuvo y la admiración que éstos le procuraron, lo llevaron a creerse un gran estratega y afianzaron en él esta tendencia a no pensar más allá de los resultados inmediatos. De él lo que más me desconcertaba quizá, era verlo actuar como cualquier político, cuando lo que yo esperaba era que actuara como revolucionario.


»Considero que desde entonces se sembraron las semillas de un método político carente de escrúpulos que contaminó el sandinismo, sus ideales, su mística».


Gioconda Belli narra un episodio, de 1979, en La Habana: «Daniel Ortega me miraba de reojo. Me lanzaba miradas extrañas, provocativas, que yo evitaba, apartando los ojos. Me costaba creer que lo hiciera bajo las narices de Rosario, su compañera, y sin importarle la presencia de Modesto. Desde entonces —porque apenas lo conocía y él hablaba poco— lo catalogué como un ser agazapado y oscuro, cuya interioridad debía estar llena de complicaciones y esquinas con telarañas. Cuando años más tarde su hijastra lo acusó de abuso sexual, recordé lo incómoda que me sentí con él desde entonces».

En el libro El país bajo mi piel, Gioconda Belli consigna un hecho relevante para la insurrección sandinista: «El 22 de agosto (de 1978), un comando sandinista —Tercerista—, entró al Palacio Nacional mientras sesionaba el Congreso de la República, y mantuvo de rehenes a todos los diputados hasta que el somocismo accedió a liberar a los cientos de presos políticos encarcelados desde diciembre de 1974.


»Los miembros del comando eran muy jóvenes. La número dos, encargada de la negociación con Somoza, tenía veintidós años. Era una muchacha delicada y pequeña que, más tarde, durante la ofensiva final fue una de las combatientes más aguerridas. Dora María Tellez, estudiante de medicina, dirigió las tropas que dominaron la primera ciudad que se liberó en Nicaragua en 1979. Su estado mayor militar estaba integrado casi totalmente por mujeres».


Dora María Tellez, a sus 66 años, vivió sus peores experiencias en una cárcel de Daniel Ortega y forma parte del grupo de expatriados de 2023.


Por sus convicciones, Gioconda Belli ha debido vivir con intensidad y sobresaltos. En el cierre del volumen de sus poderosas memorias políticas y sinceros caminos amorosos, asienta: «Vivida mi vida hasta este punto me atrevo a afirmar que no hay nada quijotesco ni romántico en querer cambiar el mundo. Es posible. Es el oficio al que la humanidad se ha dedicado desde siempre.


»El futuro es una construcción que se realiza en el presente, y por eso concibo la responsabilidad con el presente como la única responsabilidad seria con el futuro. Lo importante, me doy cuenta ahora, no es que uno mismo vea todos sus sueños cumplidos; sino seguir, empecinados, soñándolos. Tendremos nietos y ellos hijos a su vez. El mundo continuará y su rumbo no nos será ajeno. Lo estamos decidiendo nosotros cada día, nos demos cuenta o no.


»Mis muertos, mis muertes, no fueron en vano. Ésta es una carrera de relevos en un camino abierto. En Estados Unidos, como en Nicaragua, soy la misma quijota que aprendió, en las batallas de la vida, que, si las victorias pueden ser un espejismo, también pueden serlo las derrotas».


Las batallas de Gioconda Belli continúan, en 2023, con la solidaridad del mundo y el silencio de los convenencieros.

 

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