Relojes

DAVID SANTIAGO TOVILLA

Fotografía: K HOWARD

Cualquier casa podría ser de los relojes, si existiera un reloj en cada habitación. Para no estar solos. Andar en compañía del mundo. Nuestra hora de algo también es la de otra actividad de alguien. Nadie puede escapar del segundero.

    Los relojes no sólo forman la decoración: son parte de la vida. Unos duran muchos años; otros no resisten el paso de eso inasible que miden con cada segundo. Cuando la maquinaria ha desistido de continuar, algunos se desechan con facilidad. Hay otros que tienen afectos y requieren una solemne despedida. Llegaron de lejos o de un lugar especial, como aquel de múltiples engranes, casi una escultura en metal, que llegó desde el Museo de Louvre.

    Contundentes marcan el ritmo de las dinámicas. Silenciosos y firmes. Sigilosos e impasibles. Diluidos en el contexto, pero imperturbables. Aún quedan aquellos cuyos latidos resuenan más fuerte que un discreto ronquido. En la nada, se convierten en el bastón del señor tiempo que golpea el suelo en un tac-tac eterno.

    Esos, ruidosos, letales, son el recuerdo de una noche de insomnio. Testimonian que algo pasa cuando todo es silencio, oscuridad y desesperanza.

    O, acompañados de un calendario foliador, indican cuándo y a qué hora se detuvo la vida en una casa no visitada por meses o años, si esa es la necesidad.

    Un espacio sin relojes es un vano intento de ausentar el poder del tiempo.

    Mismas paredes, formas semejantes, diferentes colores y conformaciones. Números perforados en la carátula para que el color de la pared convierta a la numeración en parte de sí.  Aquel, minimalista, que incluye sólo la rueda del péndulo que va de un lado a otro, en flotación. Uno más que no contiene números y dificulta la lectura a los pequeños.

    Una oleada de relojes. Llegan, trabajan y, un día, se van solos porque no se llevan a quien sirven: el tiempo. Él sigue por encima de ellos y de nosotros.